Bueno, pues nos habíamos quedado tras la primera dosis/clase de tiro con arco, conmigo entusiasmada y unas cuantas flechitas pochas colgadas más que clavadas en el parapeto como testimonio de mis muy novatos pasos por este camino.

Vaya por delante una cosa: mi objetivo de aprender a tirar con arco es que la flecha dé donde yo quiero, más o menos; no busco ningún tipo de iluminación mística que, de todos modos, no va conmigo. Pero el ritual del tiro, el recorrido metódico por todos los pasos, incluso el proceso de montar y desmontar el arco y de ponerse las protecciones, tiene mucho de relajante y hace que dar en la diana sea un añadido, pero no la razón principal, que me mantuvo yendo a clase.

Es inevitable, o al menos lo fue para mí, montarse un montón de películas cuando empiezas a tirar. Las instrucciones son sencillas: ponte de perfil al blanco, la mano aquí, los dedos así, estira la cuerda hasta acá. Mi profesor iba añadiendo detallitos poco a poco a medida que avanzaba el curso, de modo que en ese momento, aunque el abismo entre teoría y práctica era más que notable, el número de cosas a tener en cuenta quedaba reducido.

Aún así era placentero colocar la flecha en la cuerda, tirar de ella hasta un punto aún no muy bien definido en mi mente, sentir estirarse los músculos y soltar. Nada de esto estaba bien hecho. La flecha se clavaba obediente en el blanco, pero las más de las veces culebreaba en el breve trayecto como una golondrina borracha y se clavaba tristona, en ángulos extraños.

Daba igual. Los primeros días los pasé divirtiéndome horrores viendo cómo algunos tiros iban bien y otros mal y montándome las antedichas películas en plan de «a ver qué pasa si ahora pongo el codo aquí en vez de acá». Lo cual, si aún no sabes muy bien qué estás haciendo, sirve para exactamente nada: sin una base más o menos estable da igual qué cambios creas que estás haciendo, porque se van a perder entre la falta de técnica.

Pero, ¿y lo que molaba todo? No es solo el hecho de soltar o no una buena flecha. La sensación de estar haciendo algo agradable y gratificante a la vez, que me atrapó en el taller original, no se iba. No solo eso: tenía la convicción de que mejorar en esto era posible, a diferencia de otras muchas habilidades que se me muestran esquivas.

Mientras la breve hora de clase pasaba rápida entre flecha pocha y flecha pocha, los días sin clase los pasaba leyendo Aljaba  y buscando dudas en diferentes foros arqueros, muerta de ganas de usar mi propio material pero sabiendo que merecía la pena no apresurarse. Mi único acto de rebeldía fue prescindir del visor en clase; ya tenía claro que lo que quería aprender era el estilo tradicional, no el tiro olímpico.

Así fue como empecé a hablar con Vicente y con David y como empecé a reflexionar tanto sobre la afición en sí como sobre los aficionados de los que ya era parte.