Por cosas que a veces pasan salía yo de escuchar una conferencia en el Oceanogràfic. Todo bien porque había peces en el escenario (bueno, en un acuario por detrás) y la conferencia estuvo bien y de paso había un cachito de parque que mirar, así que a la salida me entretuve viendo cómo unas tortugas gigantes masticaban metódicamente un buen montón de lechuga. Si nunca habéis visto comer a una tortuga gigante, es una experiencia que recomiendo encarecidamente: eso es mindfulness y vivir el momento y lo demás, cuentos.

Tortugas almorzando

Un coach así quiero yo

No podía usar la excusa de la invitación a la conferencia para recorrerme de nuevo el Oceanográfic, maldisión, porque teníamos restringido el acceso al resto del parque. Pero al menos entre la salida del auditorio y la salida fetén había, aparte de las antedichas tortugas y unos patos muy poco flemáticos, un hábitat con algunos leones marinos. En ese momento los leones marinos estaban entretenidos ensayando un poco de natación sincronizada, cambiando de dirección bajo el agua oscura y límpida y colándose bajo las falsas rocas del hábitat para despistar.

Yo había salido del auditorio acompañada por una caterva de alumnos de colegios e institutos cuyas conversaciones resonaban todavía en mi cabeza. Aparte de algunos grupitos que comentaban cosas de la conferencia, la mayoría de los diálogos que pasaban a mi lado eran los esperables: cómo sería una peli porno en un cine 4D, dónde y qué comer a continuación, quién era objeto de deseo de quién, retazos de agravios descritos a amigos, y un contundente y algo críptico «O sea, a mí no me vengas con esas, equisdé» que me pareció un ejemplo muy tuitero de neologismo sarcástico.

Total, que para descomprimirme un poco tanto de la conferencia como del barullo posterior, me acodé en la barandilla a ver un rato a los leones marinos nadando en plan «mirad cómo molamos». Y así estaba yo, mirando obediente cuando a mi izquierda sonó una voz:

—¿Van por debajo o cómo?

Uno de los adolescentes de la audiencia de hacía un rato estaba, como yo, mirando hipnotizado a los leones marinos.

—Sí, hay paso por debajo de las rocas esas.

Se hizo un silencio cómplice.

—Son muy grandes.

—Son preciosos.

—Sí.

—¿Son los tres machos?

—No lo sé —miramos atentamente un rato a ver si distinguíamos el sexo de cada bicho—. Dos seguro que sí, el otro no lo sé.

Uno de los machos asomó la cabezota, respiró con parsimonia, y volvió a sumergirse sin apenas agitar el agua. El chico intentó seguirlo, en vano, con la mirada.

—No puedo seguirlos… ¡Mira!

Una forma fantasmal apareció bajo el agua desde el otro lado y un macho más joven y pequeño emergió con cara de satisfacción, resopló y se unió de nuevo al grupo con un quiebro de aleta, airoso como un acróbata.

Mi nuevo amigo y yo seguimos mirándolos un rato más, en un silencio extraordinariamente cómodo.

—Bueno, hasta luego —dijo él de pronto, echando a andar a buen paso. En su voz todavía flotaba la sonrisa que ambos mantuvimos durante ese ratito de observación compartida de pinnípedos.

—Adiós —dije yo al espacio vacío que acababa de dejar. Y poco después me fui, reflexionando sobre lo fácil que es establecer familiaridad en según qué contextos sociales. O en este caso, zoológicos.