Pues yo estaba en Bilbao para una cosa muy chula de la que os hablaré en otra entrada. Era viernes. Había mil y pico personas que habían pasado un día estupendo disfrutando de y con diversas ramas del saber (científico y artístico) y eran las ocho de la noche. Buena hora para salir, dar un paseo, buscar dónde cenar. Había sido un día caluroso y soleado.
Bilbao engaña mucho. El calor seguía ahí, pero ahora era el calor irritado de una tormenta de veraño en casi otoño: caía una lluvia sólida y vertical y el cielo estaba, permitidme el topicazo, entrecruzado de rayos. Creía yo que los bilbaínos no serían como los valencianos, que nos creemos solubles en agua, y saldrían a enfrentarse estoicamente al aguacero, pero no. Nos quedamos todos bajo la cubierta del teatro Euskalduna, apelotonados como gorrioncillos jóvenes y timoratos, mirando llover y diciendo de vez en cuando «¡Hala!» cuando un rayo especialmente decorativo agrietaba el cielo de parte a parte.
Quienes (oh valientes) hayáis seguido este blog desde que contaba mis aventuras en Corvallis sabréis que perdí el miedo a mojarme más o menos al 4º mes de vivir allí. Y aunque la compañía era grata, el hambre no lo era tanto. La lluvia parecía calmarse así que decidí ir hacia el hotel y si me mojaba pues oye, ya me secaría (sí, había llevado a Bilbao, previsoramente, un chubasquero que me había dejado esa mañana en la habitación del hotel tras ver una previsión del tiempo que afirmaba categóricamente que tendríamos sol y calor hasta el domingo).
Dejando atrás la islita de luz y ausencia de charcos del Euskalduna me adentré en la noche bilbaína, pensando con optimismo en echar a andar hacia el hotel y parar el primer taxi que me encontrara para hacer el resto del trayecto a salvo del peligroso óxido de dihidrógeno.
No encontré un solo taxi, así que me resigné a sufrir los efectos de la siguiente fase de la tormenta. No llovía, pero los relámpagos eran frecuentes y preciosos. Mirando al cielo con una mezcla de aprensión (por si de repente me caía una ducha encima) y arrobo (porque ver rayos y relámpagos me encanta) decidí que a la porra y me fui por el paseo junto a la ría, que es muy bonito.
Así llegué al Guggenheim, y allí me encontré al dragón.
No inmediatamente. Estaba todo precioso: mojado, con luces de colores, el puente ese rojito y verde medio histérico dibujando (desde mi ángulo de visión) una K blanquita en la noche. La pasarela elevada que va junto al estanque con las burbujitas del borde de Anish Kapoor estaba cubierta de niebla.
¿Niebla?

Niebla. Espesa, fantasmagórica, escenográficamente perfecta, y meteorológicamente inexplicable porque solo estaba ahí y salía del estanque. Yo, pardilla de mí, no sabía nada de Fujiko Nakaya y me encontré de manos a boca en Londres, 1888. O en Los Angeles, 2019 (pero los de la Tyrell Corporation). Durante los segundos que duró mi duda me adentré en ella con arrojo, a pesar de que no se veía nada más allá de mis pies.
Entonces rugió el dragón.
Fue un rugido repentino, sordo y caliente, una exhalación ronca que sonó exactamente igual que el ventilador de un condensador evaporativo. Pero en aquel momento era como si un dragón estuviera avisando de su presencia, desperezándose antes de tomar el aperitivo. Pegué un brinco. Para condensadores evaporativos estaba yo.

Que no era un condensador evaporativo quedó claro cuando cinco lenguas de fuego surgieron del agua, erizadas, azules y rosas, y cabrillearon inseguras unos instantes hasta estabilizarse como cinco cipreses iracundos. Arriba, en el cielo, los relámpagos recortaban la silueta amontonada del Guggenheim. Abajo, el fuego vencía a la niebla y despejaba una noche charolada de agua, llena de colores, brillante y espectacular. El efecto irreal duró apenas unos segundos. Pronto mi cerebro resolvió la niebla como un fino aerosol artificial, las lenguas de fuego como ifrits domados, cada uno en su peana, el Guggenheim como… No, bueno, eso sí que es un ser mítico que cayó en Bilbao y anidó.
La tormenta seguía, seca y majestuosa. Seguí andando hasta llegar bajo el cobijo amable de Maman. Y luego dejé atrás a todas las bestias magníficas que acababan de saludarme y me fui al hotel a cenar.
El Catedrático de Zoología Fantástica de la Facultad de Ciencias Inútiles califica este ejercicio con un Notable.
Tuviste suerte. No despierta con frecuencia.
Buen relato y bien ilustrado