…es letal para los planes, parafraseando a (creo) Helmuth Karl Bernard von Moltke.

Yo tenía un plan. No era un plan necesariamente bueno, pero era un plan de tener cosas hechas: entradas preparadas, un calendario de publicaciones, una estrategia para ir alternando temas para el blog…

Pero llegó Canarias. Allí siempre pasan cosas.

Esta semana he ido a Gran Canaria un ratito, lo cual implica una cantidad absolutamente desorbitada de horas de viaje. Pese a llegar habiéndome comido una hora en el empeño, llegué a medianoche. Y me fui al hotel.

Generalmente en los viajes por trabajo nos mandan a hoteles chulos, de grandes cadenas, de esos que te anestesian con sus decoraciones de colores muertos y sus cuadros abstractos y sus luces indirectas. Añadamos que yo estaba más zombi de lo habitual.

La primera señal de que las cosas no iban bien del todo fue encontrar cola en el mostrador de recepción y a dos recepcionistas dando vueltas uno en torno a la otra como dos satélites enloquecidos, llevando papeles de acá para allá. Me acodé en el mostrador de travertino pulido y me armé de paciencia, contemplando con cierta pena el agobio de los recepcionistas. «Se nos ha caído el ordenador», explicaba uno de ellos a un cliente, y la voz se le quebró un poquito mientras fotocopiaba un papel. Yo me entretuve copiando la contraseña de la wifi del lobby. Finalmente la recepcionista se giró hacia mí, los ojos un poco vidriosos.

—Disculpe la espera, es que se nos ha…

—Caído el sistema, sí, lo he oído, no pasa nada —la recepcionista me alargó la tarjeta-llave dentro de un elegante sobrecito de papel gris y sonrió fugazmente.

—Bienvenida, disfrute de su estancia —me ordenó, y giró sobre un pie para dirigirse a toda velocidad al siguiente cliente. Yo subí a la habitación, soñando con camas y almohadas. Eran las dos de la madrugada según mi horario.

La segunda señal de que las cosas no iban bien del todo la tuve cuando inserté la tarjeta en la ranura, se abrió la puerta de mi habitación, y lo primero que vi en la penumbra del interior fue que el soporte interior para la tarjeta (ese para que las luces se enciendan y los enchufes te permitan cargar los cacharritos) ya tenía una tarjeta.

La tercera señal de que las cosas no iban bien del todo la tuve cuando desde las sombras de la habitación una voz muy grave, muy masculina, muy soñolienta y muy enfadada gritó «¡HEY!»

Me gustaría decir que afronté la situación con frialdad y arrojo. Pero huí a tal velocidad que mi maletita iba dando tumbos por la moqueta.

En Recepción la situación con las colas seguía siendo interesante y yo no ayudé mucho.

—Perdone —dije en voz alta y clara— pero me temo que me han dado una habitación que lleva huésped de regalo.

El recepcionista gravitó pálido hacia mí, se hizo explicar la situación un par de veces, negó la realidad de lo ocurrido con espanto («No puede ser, estaba libre») rebuscó atolondradamente en una cajita, cotejó papeles, cuchicheó con la compañera, rebuscó otra vez y finalmente me alargó otro sobrecito con tarjeta.

—Disculpe, lo sentimos muchísimo, es que se nos ha…

—Caído el sistema, sí, lo sé —dije, mirando con suspicacia la nueva tarjeta— ¿Seguro que esta está vacía?

—Segurísimo —dijo el recepcionista, aunque las sombras de la indecisión acechaban su mirada.

Lo estaba, aunque confieso que entré en ella como si fuera un personaje de película de terror entrando en el sótano de la casa abandonada.

Dormí poco pero bien. Al día siguiente el hotel me invitó a desayunar. Cuando me iba, un señor mayor muy trajeado y con grandes ojeras estaba explicándole algo a alguien importante del hotel, con muchos aspavientos. Le deseé en silencio que disfrutara del desayuno y salí al día centelleante.