(Aviso: entrada antropomorfizante)
Parada de autobús, Valencia. Una mañana limpia y tibia de noviembre. Se me acerca una mujer.
-Perdone, ¿sabe dónde para el 8?
No lo sabía, pero tenía una vaga idea de su ruta, de modo que nos pusimos a deducir en común, que si tuerce por tal calle, que si probablemente pare aquí o allá. Intercambiamos aventuradas suposiciones:
-Si tuerce por la calle Brobdingnag yo creo que parará cerca del Ministerio de Fragancias y Esmaltes…(*)
-Cuidado.
Mi aviso se debía a una cucaracha rubia, áptera y medianeja, que caminaba con aire despistado en rumbo de colisión con los zapatos de la mujer.
-Ay, no -dijo, apartándose, con lo que el insecto cambió de trayectoria y se encaminó, muy decidido, hacia mis zapatos.
Vaya por delante que a mí las cucarachas, como que no. Me pone nerviosa un bicho que se mueve tan deprisa y que se escurre por sitios en los que un papel de fumar tendría dificultad para meterse. Sin embargo, esta cucaracha daba una impresión distinta; para empezar, estaba a la luz, a pleno día, yendo a paso más bien lento y errabundo, como si hubiera salido un rato a estirar las piernas y buscara, también, algún interlocutor amable con el que hablar de rutas de autobús, y un zapato amigo en el que protegerse del sol.
Nada más fácil que dar un pisotón, pero en lugar de eso me limité a negarle el amparo de mi zapato. La cucaracha se quedó un momento indecisa, moviendo pensativamente las largas antenas; acto seguido efectuó un giro de noventa grados y se encaminó con decisión hacia la calzada. La miré con ciertas dudas: ¿sería realmente una cucaracha sociable y fotófila, o habría otra razón tras su conducta? La cucaracha pisó el asfalto y se quedó de nuevo pensando.
En ese momento llegó un autobús (no el mío, y tampoco era ecológico y natural). Mi interlocutora se fue a preguntar al conductor por la ruta del número 8, y yo me quedé a solas con la cucaracha.
Cuando el autobús se fue, la cucaracha seguía allí, indemne. Ya es suerte, pensé, mientras cuatro o cinco coches más pasaban sobre ella sin aplastarla. Entonces el bicho hizo algo curioso.
Un hueco en el tráfico me permitió verlo todo. La cucaracha estaba quieta en la calzada, situada de forma que las ruedas de coches no la pisaran. Se acercaba un taxi. La cucaracha estaba encarada hacia él, como en una película de Sergio Leone. Pareció calcular tiempo y distancia y, cuando el taxi estaba a unos pocos metros, dio una carrerita, y se detuvo en seco en lo que parecía un sitio elegido premeditadamente. Un segundo después, las dos ruedas derechas del taxi le pasaron por encima.
Entonces lo entendí. Le habíamos negado la muerte ritual de toda cucaracha, el pisotón que cierra una vida insectil sin reproches. Nos habíamos apartado de ella, pese a que prácticamente se nos había puesto bajo la suela. No había tenido más remedio que recurrir al tráfico matutino para suicidarse: una muerte menos personal, menos cálida, menos tradicional. Cansada de la vida cucarachil, desesperada, esta cucaracha intentó por todos los medios morir como sus congéneres, pero al final tuvo que recurrir al caucho de unos neumáticos y a la ciega violencia de un motor.
Me sentí un poco culpable. Luego vino el autobús.
(*) Nombres inventados. Pero eso ya lo sabíais.