Ayer sostuve un encuentro a muerte. Veréis.

Estábamos terminando un paseo largo y agradable por los montes que rodean el pueblo. El camino de vuelta pasaba por una urbanización que, a esas horas de la tarde, dormitaba soñolienta bajo el todavía cálido sol otoñal. Enfilamos una calle cuesta abajo, flanqueada por tapias sobre las que se derramaban buganvillas y jazmines, cuando vi algún tipo de insecto muy, muy gordo pasar volando de un lado a otro de la calle.

–Hala –dije, deteniéndome en seco. El primer vistazo fugaz me hizo pensar que era un abejorro excepcionalmente obeso, pero luego el bicho volvió a pasar volando y pude ver la silueta característica de un escarabajo en pleno vuelo, con los élitros desplegados.

Este escarabajo era, sin embargo, extraordinariamente grande y vigoroso. Los de ese tamaño que yo he visto volar suelen despegar con un jadeo y un frrrrp de alas, dando largos y pesados saltos y aterrizando con un derrape y mucho remover de patas. Este iba volando con la seguridad y precisión de una abeja, y en vez de posarse a cada rato daba tumbos con mucho estilo tapias arriba y calle abajo. Me fijé más, intrigada, y en un momento en que el coleóptero (ya nos acercábamos, taxonómicamente) se recortó contra el cielo, vi el inconfundible rostro alargado de un gorgojo. Pero un gorgojo enorme. El Godzilla de los gorgojos. Y de un curioso color rojo herrumbre.

–¡Es un picudo rojo! –grité a mi acompañante, que me estaba esperando con la paciencia de quien conoce de sobra mis aficiones naturalistas.

Fue un grito de batalla equivalente al de Leónidas. El odio al picudo rojo une a la gente de mi pueblo como sólo un enemigo común puede unir a la gente. Aprestamos nuestros bastones de paseo y empezamos una extraña danza guerrera a tres bandas. El picudo, despistado o confundiéndonos con palmeras enanas, no paraba de revolotear calle arriba y calle abajo. De vez en cuando se perdía tras un chalet o tomaba la calle perpendicular, y creíamos que había optado por una retirada digna, pero siempre volvía, acercándose a nosotros con lo que parecía un cierto retintín. Nosotros intentábamos tumbarlo a varazos, cosa extraordinariamente difícil incluso teniendo en cuenta los tres centímetros de largo del bicho. Viendo que él no cejaba, redoblamos nuestros esfuerzos y en cierto momento la lucha pasó a ser personal. Hasta entonces el picudo parecía simplemente curioso, pero ahora ya venía atacando y a mala idea. Tras varios pases e intentos fallidos de darle con la vara, poco gráciles pero llenos de decisión, yo tomé el pañuelo que llevaba al cuello y lo empecé a usar como un látigo a ver si lo tumbaba.

En ese momento el picudo cometió un error fatal: considerándome, no sin razón, su enemiga más peligrosa, vino directo hacia mí, acelerando y mirándome con odio (bueno, podría ser, dejadme disfrutarlo un poco). Chocamos cual titanes en la cima del mundo, yo tracé un arco con mi látigo-pañuelo y cuando recuperé el aliento vi que el picudo estaba en el suelo, patas arriba, pataleando y claramente aturdido.

Pero ya un ala asomaba bajo el élitro, ya sus intentos de levantarse iban a ponerlo de nuevo en pie de guerra. Pero yo no pensaba dejar pasar la oportunidad. Me acerqué a él y durante un momento nuestras miradas se cruzaron. No debió ver piedad en la mía, porque redobló sus esfuerzos por levantarse a la vez que veía que mi bota se alzaba, ocultando el sol. Mantuve el pie en alto un momento, dejándole darse plena cuenta de quién era el vencedor y quién el vencido, y dejé caer la bota.

Picudo rojo derrotado

Muere, Rhynchophorus ferrugineus, muere

Sonó un crunch, y así terminó la batalla. Nos demoramos un poco para recuperar el aliento, comentar los peligros corridos, y sacarle una foto al bicho para dejar testimonio de la victoria. Consideramos que cortarle la cabeza al picudo y llevarla en triunfo de vuelta al pueblo ensartada en una briznita de hierba podía pecar de orgullo. Preferimos alejarnos con dignidad, dejando atrás el cadáver de nuestro enemigo y (quizá) una picuda deseosa de venganza. Pero en esos momentos todo lo que importaba era que habíamos vencido. La tarde se deslizaba hacia un crepúsculo de antracita. Las palmeras parecían saludarnos a nuestro paso.