Es domingo, hemos comido unas lentejas riquísimas, y después del café estaba yo sentada frente a la pantalla en blanco, con la mente igualmente en blanco.

Son circunstancias como esta las que hacen caer imperios, porque las cosas empiezan así, tontamente. La tontería en este caso ha sido mía (bueno, en este caso y en otros muchos, pero disimulen). Estaba, como digo, con la mente en blanco al igual que la pantalla, y por un cortocircuito neuronal de esos que no hay Punset que explique, se me ha ocurrido empezar a contar los azucareros de casa.
No de mi casa, aclaro, porque estoy en el pueblo en casa de mis padres. Y estaba mi madre a mi lado haciendo crucigramas en su iPad (sí, ¿qué pasa? Y más cosas que hace), cuando he dado voz a mi inquietud:

—¿Cuántos azucareros tenemos?
Hay que decir, en honor de mi madre, que está más que acostumbrada a que su retoño le salga con las preguntas más peregrinas en los momentos más inesperados, y sin siquiera parar la constante actividad del stylus sobre la pantalla, ni hacer aspaviento alguno, ha dicho:
—No sé. Muchos.
Ya, pero una es científica, entiéndanme. Si no por nómina, sí al menos por perverinclinación. «Muchos» no es lo suficentemente cuantitativo. Así que he abierto armarios y alacenas, he rebuscado en estantes y en recovecos que no sabía que teníamos, y la cuenta es de once.
Ahí arriba los tienen. Está el grande de plata de las bodas de plata de mis tíos abuelos, y a partir de ahí, en sentido horario yendo por fuera, uno de metacrilato con frambuesitas que nos regaló una amiga, el del juego de desayuno, dos de metacrilato (uno con fresitas y el otro con algo misterioso amarillo que creo que son membrillos) regalo de la misma amiga que el de las frambuesitas (muy maja, pero poca imaginación), el de acero regalo de boda de mis padres, el del juego de café de diario, el de plata y cristal también regalo de boda de mis padres, y luego en el interior está el de cristal que era de algún pariente, el blanco de cerámica que es del juego de café bueno (que fue un regalo de otra amiga, no la de los azucareros de metacrilato con frutitas, otra amiga diferente), y para acabar el de un juego de café de mi abuela que no tiene tapa porque se rompió. La tapa, no mi abuela. Que ahora que lo pienso, también.
Y ahora viene la pregunta, ¿para qué queremos once azucareros? Hombre, nos viene de vicio para conjuntarlos según las tazas que saquemos (porque no todos combinan con todas, faltaría), y por si nos entra un bajón de glucosa, que hasta ahora nunca nos ha entrado, pero claro, ¿cómo nos va a entrar, teniendo azucareros al alcance de la mano en cualquier circunstancia? Os diré también, porque hoy tengo el ánimo suicida y quiero acabar con la poca reputación que me queda a base de informaros de estas cosas, que todos ellos están llenos de azúcar moreno, menos el de metacrilato con frutitas amarillas misteriosas que creo que son membrillos; ese está lleno de azúcar blanquilla, para los cagaoscobardes a los que no les gusta el azúcar moreno, que sabe mucho mejor que el otro, dónde va a parar. Bueno, también os diré que el de acero regalo de boda de mis padres está vacío. Pero es el único. De hecho no descarto que tras subir esta entrada lo llene. Porque ya puestos a tener once azucareros, hay que tenerlos llenos; si no, no tiene sentido tener once azucareros.
Y no os riáis. Que los que os reís es porque no habéis contado los azucareros que tenéis en casa. A ver si va a resultar que quien menos azucareros tiene somos nosotros.