Los aeropuertos son un mundo entremedias del resto de los mundos, un solo lugar repartido entre muchos lugares y que tiene sus propias reglas. Generalmente es un mundo al que llegas cansado y del que te vas cansado, te guste o no tu origen o tu destino.
También son mundos diseñados para moverte en patrones predecibles, para llevarte dócilmente a tu destino a base de una estudiada señalética que aún así, a veces, falla.
Estaba yo en la T4, de vuelta de Naukas Bilbao, en una conexión de esas lo bastante largas para comer tranquila pero no tanto como para desesperar de la vida. La T4 del Aeropuerto MadridBarajasAdolfoSuárezLagartoSpock es una terminal que odio cordialmente; es bonita pero atosigante, con sus destinos allá en el horizonte a los que pareces no acercarte nunca y la falta de enchufes para recargar el rectangulito de distraerte correspondiente. Pero yo volvía bastante satisfecha de la zona central, con la tripa llena de caldo dashi y dim sun, encarando con optimismo la expedición al extremo de columnas azules donde, con un poco de suerte, me esperaba mi avión a casa.
Una de las cosas que menos quieres que pase en un aeropuerto es que te hable un extraño. Pero una extraña me habló: una señora ya asentada en la séptima década de vida, que muy amablemente me pidió usar mi teléfono para llamar a su marido.
—Es que estábamos juntos en la puerta de embarque y ahora no lo veo, me he debido despistar.
Le dejé mi teléfono, me lo devolvió para que lo desbloqueara y marcara el número que ella me dijo. Se lo volví a dejar. Lo tomó como si fuera radiactivo, tocándolo apenas y manteniéndolo alejado de la oreja.
—¡Antonio*! —dijo, quejosa—. Antonio, ¿dónde estás, que ahora no te veo?
Antonio dijo algo ininteligible mientras la señora, a la que llamaremos Rosa, explicaba varias veces que no lo veía y le preguntaba dónde estaba. En la puerta de embarque, sonó alta la voz de Antonio por el auricular.
—Ay, me he debido despistar —me dijo Rosa, mientras Antonio hablaba todavía, sonando como un ratoncito preocupado en la distancia—. Ya voy, Antonio. Ahora voy, Antonio.
Rosa me devolvió el teléfono deshaciéndose en agradecimientos. La inexistente lógica de la situación me hizo quedarme mirando un rato cómo Rosa se perdía en la distancia color miel de la T4, trazando eses indecisas de una puerta a otra.
Miré las pantallas de la terminal, encontré mi puerta de embarque y no hice nada. Me quedé mirando cómo Rosa se alejaba más y más hacia el otro extremo de la terminal, donde las columnas viraban a la gama cálida en un extraño desplazamiento al rojo peatonal, pasando ampliamente la zona en la que nos habíamos conocido.
Mi teléfono sonó.
—¡Rosa! —dijo Antonio—. ¿Dónde estás, Rosa?
—Antonio —dije, con esa familiaridad que nace de compartir una crisis—, ¿cuál es su vuelo, a dónde van?
—A Budapest**.
—¿Está usted en su puerta de embarque?
—Yo sí, pero no veo a Rosa.
Miré de nuevo las pantallas buscando el vuelo de Antonio y Rosa. El vuelo, y Antonio, estaban a dos puertas de distancia. Rosa distaba ya lo menos cinco.
—No se mueva de ahí —dije al teléfono—. La estoy viendo; ahora vamos.
Una carrerita me puso de nuevo delante de Rosa, que se encaminaba muy decidida a la zona de embarque de vuelos transatlánticos.
—Espere, la acompaño a la puerta —dije. Rosa, que no parecía preocupada, sonrió de oreja a oreja.
—Ay, muchas gracias. Es que mire, iba andando y no sé cómo…
—Es ahí mismo —dije, y maniobré astutamente para corregir el rumbo de Rosa.
Cerca ya de la puerta de embarque un señor muy bajito, delgado y con un inesperadísimo y enorme sombrero de cowboy de cuero vino directo hacia nosotros con expresión preocupada y aliviada a la vez.
—¡Rosa! Rosa, hija, ¿dónde habías ido?
—¡Creía que estaba en la puerta! —dijo Rosa, y remachó su versión de los hechos—. Me he debido despistar.
—Muchísimas gracias —dijo Antonio, coreado por Rosa—. Qué amable.
Hice ruiditos de «No es nada, faltaría más, es fácil perderse», mientras ellos me contaban lo de su viaje a Budapest, que eran de Huelva***, que tienen un supermercado muy conocido entre los vecinos****, que si alguna vez voy por allí pregunte por ellos y enseguida los encontraré. Me enteré del número de hijos que tenían, del nombre de cada nieto y repasaron dos veces con mucho cuidado los motivos de su viaje a Budapest para asegurarse de que lo entendía todo bien.
Tuve que correr para tomar mi vuelo. Pero mereció la pena.
*No se llama Antonio.
**No iban a Budapest.
***No son de Huelva.
****Esto sí que es verdad.
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