No soy especialmente aficionada a las “road movies”, pero hoy la entrada va de esto. Más que nada porque he pasado la tarde en la carretera y oye, parece que no, pero hay cosas.
Una se pega estas palizas de carretera por trabajo, de modo que la idea no es correr aventuras, sino partir descansada, parar un rato a mitad de camino y seguir cuidadosamente las indicaciones del GPS cuando, como en este caso, tengo que ir por vericuetos para mí desconocidos. Por eso no hay aventuras hoy; no me las puedo permitir. Hoy es todo descriptivo.
Dejas la ciudad camuflada entre la marea de otros coches y escoltada por el paisaje libre de sospecha (y de interés) de cualquier extrarradio: postes de publicidad, polígonos industriales periurbanos, naves de venta de muebles. Poco a poco vas abandonando la escolta y ya se deja respirar al paisaje. Va apareciendo ya el ritmo del viaje, y su paleta.
Casi todo el trayecto ha sido por zonas bien domadas, mediterráneas, familiares. La cinta de la autovía lleva en la medianera un alegre festón verde, blanco y rosa de adelfas en flor. La huerta deja paso de vez en cuando a bosquecitos de pinos con las copas plumosas de un verde casi cobrizo que contrasta con el verde tierno, fluorescente, casi líquido, de las acacias. Otras veces no hay pinos: hay colinas redondeadas de tierra rosada o amarilla cubiertas de grumos de matorrales cenicientos coronados de espiguillas pajizas. Al fondo, montañas peladas y erosionadas, de formas ameboides, te ven pasar con el ceño fruncido. Un poco más allá, Alicante parece aplastada por la calima y ni siquiera la mole del Castillo de Santa Bárbara consigue abrir un hueco en la telaraña gris y húmeda que es el aire.
Estoy tan acostumbrada a este paisaje espinoso y colorín y a esta paleta de colores casi orgánica, que llegar a Murcia y redescubrir el pardo es incluso agradable, así que conduzco contenta por sus paisajes lunares apenas rotos por alguna nave agrícola o industrial. A la izquierda, en un hondo, un edificio blanco tiene en su fachada letras de escayola pintadas de rojo que dicen, misteriosamente, “ORUNS”. Buen momento para un descansito.
El descansito es casi como un portal dimensional, porque poco después me encuentro en un paraje que parece el extrarradio de Mordor: altas colinas redondeadas de tierra gris pizarra y matorral amarillo, o de un extraño color purpúreo, parecen querer comerse la carretera. Las adelfas de la mediana han plantado cara con valor a la amenazadora geología, pero llega un momento en que claudican y se esconden; reaparecerán después, en el llano. Un cartel dice «Paraje Natural de Karst en Yesos de Sorbas», y si no te pilla sobre aviso lo mismo te desconcierta un poco pero permite entender por fin la cualidad alienígena del área. Lástima no tener tiempo.
Tras otro descansito (este visual) en forma de laderas de rodeno, de un oscuro y proteínico color rojo que combina muy bien con el verde mediterráneo de los pinos, me encuentro de nuevo en una zona árida y poco habitada, decorada por los elegantes tallos florales de las piteras. Una enorme nave abandonada con cristales anaranjados y sobrias líneas de hormigón casi intactas da un aire apocalíptico a la última parte del viaje. Se nota que estoy cerca porque hay cada vez más cultivos cubiertos de caparazones grises de plástico, como legiones romanas haciendo la tortuga pero muy en plan hi-tech. Yo pienso en la cena y apuro los últimos kilómetros hasta un hotel blanco de esos que no creen en las curvas; la recepción parece ocupar dos husos horarios. Empuñando el rectangulito de plástico que insisten en llamar “llave”, resbalo con elegancia sobre las baldosas porcelánicas imitación madera hasta una habitación limpita y amplia, toda blanca y gris y verde pistacho, en la que hace un frío que pela.
Mañana desandaré lo andado, pero tranquilos que no os lo contaré. Disculpad, voy a quitar el aire acondicionado un rato.