Mira que una es cardo y pasa de convocatorias multitudinarias, en la blogosfera y fuera de ella, para lo que sea. Pero para todo hay excepciones, y hoy es una de las mías.

Hoy hace diez años que murió Carl Sagan. Diez años hace que este punto azul pálido se ve, metafóricamente, un poquito más oscurecido desde que le falta una persona tan lúcida, tan elegante, tan carismática como Sagan.

Otros glosarán su vida y su obra mejor que yo; material no les falta. Y yo no voy a glosar nada. No voy a hablar con Sagan en segunda persona, como si fuera un amigo personal que me estuviera escuchando ahora mismo. Entre otras cosas, porque eso es mentira: Carl Sagan está muerto. No va a volver. No está mirando desde ninguna parte el punto azul pálido donde estamos todos, y que le inspiró las palabras que han conmovido a tantos. Ustedes me entienden; no voy a contarme mentiras piadosas fingiendo cosas que no son verdad para consolarme. Él nunca lo hizo.

Hay muchos y muy buenos divulgadores científicos ahí fuera, o mejor dicho (no puedo dejar de mirar la foto), ahí dentro. Pero ninguno hasta ahora ha mantenido el altísimo nivel de elegancia, belleza y fuerza de la prosa de Sagan. Sagan fue la primera persona, antes incluso que Asimov, que me abrió los ojos a la inmensa belleza de la ciencia como método, de la actitud científica ante el universo, y de las recompensas que ofrece en forma de comprensión y maravilla. Sagan me demostró que es posible ser directo y devastador en sus críticas mantieniendo una cortesía perfecta y una empatía magnífica de contemplar. Sagan hizo amablemente de guía y me enseñó -a mí y a millones más- el universo, y nos hizo a entender a la vez que era inmenso, y que era comprensible. Me enseñó el poder del error útil (luego recibí un curso avanzado de otro maestro, Stephen Jay Gould), el valor necesario para decir «no lo sé» y seguir buscando, y que no vale callarse cuando se erosionan los cimientos de la ciencia. Me enseñó más del método científico, de sus virtudes y defectos, que cinco años de carrera. Me abrió los ojos a un nuevo tipo de belleza, y eso, lectores todos, eso, es uno de los regalos más preciosos que se pueden hacer, y es impagable.

Por eso hoy me sumo a la iniciativa de Joel Schlosberg, aunque a gente como Sagan habría que recordarla, no cada diez años, sino cada día, en telediarios, periódicos, vallas publicitarias, internet, paradas de bus y reversos de entradas al cine. Podrían decir, no sé, «Mirad: un héroe de verdad». Tendrían razón.