Mis amables lectores me han dado a entender, por sutiles y delicados medios, que llevo demasiado tiempo callada. Sirva esta entrada a modo de agradecimiento por su preocupación y, también, de humilde ruego. La cabeza de caballo en la cama fue un buen detalle, capté la indirecta, pero ya no hace falta. Ni los pollos clavados a la puerta. Ni los pentagramas de magia negra, gracias de todos modos. Sería bonito también que cesaran las llamadas a medianoche, las visitas de señores con traje gris y bultos bajo la chaqueta, y si no es mucha molestia, también las cartas anónimas. Todo ello se aprecia en lo que vale, y lágrimas de emoción acuden a mis ojos cuando rememoro tales muestras de cariño, pero me parece justo hacer saber que todo vuestro esfuerzo ha surtido el efecto deseado; podéis descansar. Vuelvo.
El problema ha sido que me he visto totalmente apabullada por una sucesión de libros. Todo empezó con Quicksilver, próximamente en sus pantallas, pero ya ha pasado por la mía y ando con el interior de los párpados todavía tatuado con escenas sueltas, frases, imágenes y los personajes de esas novecientas y pico páginas. Y dolor de muñecas, cómo pesa el tomito. No, no diré nada más, que algunos me matan, pero cualquier libro que te hace emerger a la superficie buscando aire y teniendo que mirar dos veces para confirmar en qué siglo estás, es un buen libro, en mi escala de bondades.
Si añadimos a eso que estaba cerrando Quicksilver y abriendo, sin solución de continuidad, Paladin of Souls, el último esfuerzo de mi admirada Lois McMaster Bujold en el mundo de Chalion, pues entonces el disloque mental y temporal se agranda, porque pasamos de aventura nerd a aventura heroica, con esa manera tan simpática que tiene Lois de tomar cualquier situación y hacértela ver desde el ángulo más inesperado. Baste decir que dormir se convirtió algo secundario durante los dos días y medio que me llevó terminarme el libro, y pena que no me pillara un fin de semana por en medio, porque entonces hubiera empezado antes con los dos siguientes libros, sin desmerecer el tiempo dedicado a Lois, que fue tiempo de puro gozo y adrenalina
Y los siguientes dos libros son dos libros escritos por William Goldman, sobre su trabajo, que es escribir guiones de cine, y si alguien no sabe quién es William Goldman, es porque Goldman tiene razón cuando dice que nadie piensa en los guionistas de una peli. Porque William Goldman escribió «Dos hombres y un destino», y adaptó su propia novela «La Princesa Prometida» al cine, y también le dio por ahí y adaptó «Todos los hombres del Presidente», y, ya que estamos, «Misery» (la mejor adaptación de King a la pantalla, para la que aquí teclea al menos). Y en los dos libros que me acabo de leer (Adventures in the Screen Trade y Which lie did I tell?) Goldman lo cuenta todo. No me refiero a cotilleos de Hollywwod (que también), sino a las bambalinas, al proceso por el que un guión nace y se convierte, o no, en película. No sólo eso, sino que Goldman te lleva de la mano por todas las agonías que él mismo pasa cuando escribe, y te pone ejemplos, y te escribe adrede un par de guiones para que sepas cómo van, y luego los analiza despiadadamente, y luego pide a otros amigos y colegas que los analicen despiadadamente, y cuando te has acabado los dos libros piensas que podrías escribir un guión de cine, aunque el retrato que Goldman te ha pintado de Hollywood es tan deprimente que enseguida decides que no merece la pena.
Siempre estoy leyendo algún libro, y siempre tengo algún libro por leer, pero estos últimos días he estado tan, pero tan inmersa en la lectura, que por fuerza el tiempo ha tenido que salir de algún sitio. En este caso, del blog. Por lo cual me disculpo, valgan lo que valgan mis disculpas (no es como si no hubiera alternativas a La Biblioteca por ahí; las hay, y mejores). Ahora necesito un poco de aire, porque tengo parte del cerebro que parece una colmena, revoloteando con imágenes de Newton y sus relojes de sol, el mundo terriblemente familiar de Chalion (leed las novelas y sabréis por qué), y la imagen de William Goldman, un día en su oficina; era la época en que estaba escribiendo La Princesa Prometida. De repente, se dio cuenta de que acababa de matar a Wesley, y de que no tenía ni idea de cómo salvarlo, y escribió en un trozo de papel las palabras «Wesley is dead», y se echó a llorar.