La historia es sencilla, y se cuenta enseguida.
Este mediodía, al venir a casa a comer, me encontré en el portal un vencejo joven, apenas plumado. Había sufrido algún tipo de percance porque tenía un ala inútil, pegajosa con algún tipo de engrudo oscuro. Lo subí a casa con gran enfado por su parte, y con ayuda de un algodón húmedo le limpié un poco la mugre, que resultó ser sangre reseca. Una de sus alas estaba intacta, pero la otra colgaba inútil, cubierta de sangre, y muy probablemente rota.
Un vencejo con un ala rota es un cadáver apenas levemente animado. Los vencejos lo hacen todo en el aire: comen, duermen, viajan, se aparean. Sus patas son débiles y les sirven como perchero para agarrarse a alguna rama o roca más que como tren de aterrizaje: si un vencejo cae al suelo, no puede remontar el vuelo por sí solo. Tiene que dejarse caer desde un alto, o no despegará jamás. Y tampoco se le puede alimentar en cautividad si ya es adulto, como este.
El vencejo protestó enérgicamente a mi somera limpieza; ninguna cura hubiera podido hacer nada por su ala. Bebió un poco de agua, de mala gana y con suma desconfianza, como si fuera un invitado a un cóctel de los Borgia. Lo dejé en una caja de cartón, en un rincón protegido, para que al menos se muriera tranquilo. Mientras me preparaba el café, oía cómo renqueaba torpemente de vez en cuando por la caja, las inútiles garritas chirriando contra el cartón, el ala sana redoblando en un suave staccato.
No ha sido una sorpresa volver del trabajo y encontrarlo muerto, ya tieso. Pero qué queréis. A veces a una le gustaría ser más tozuda que la realidad.

¿Ves, Daurmith? Es por historias como esta que te echamos tanto de menos, que nos duele tanto tu silencio 🙂
Gracias.
A mi también me ha pasado encontrarme un vencejo en el suelo y que se me muera, con lo que a me gustan :\'(
Sorry, Pez. Estoy haciendo firme propósito de enmienda, en serio. ¡Y gracias!
Anónima, sí, da penita, la verdad. Son unos bichos especialmente bonitos en vuelo.
Vaya… a mi me pasó algo parecido con otro vencejo. Yo me lo encontré en mitad de la acera en un sitio concurrido.
Pero yo desistí de llevarmelo a casa (ya sabía el desenlace) y lo dejé bien acomodado en un árbol.
Le habían contado que los humanos no eran enemigos. A fin de cuentas ellos vivían en la tierra, con los pies en el suelo y sólo podían volar en artefactos pesadotes que se los tragaban en un punto y los devolvían en otro.
En su familia contaban la aventura de un antepasado que, muchos años antes, había caído del nido en que nació. Lo cierto es que el bisabuelo de su tatarabuelo, desde recién nacido había sido un trasto que no paraba un momento. Un día, cuando aún no sabía volar ni había hecho las prácticas con sus padres, se asomó tanto a la abertura que tenía en el nido entre las tejas de su urbanización, que se dio un morrón contra la calle porque lo que se dice dominio de la técnica del vuelo… no tenía. Al llegar al suelo, aturdido aún por el susto y por el golpe, intentó levantar el vuelo, pero no pudo. Saltito con la patas, pero, o las patas eran muy cortas o las alas eran muy largas, el caso es que no se las pudo componer para salir zumbando por el aire como hubiera sido su deseo.
Cuentan que el bisabuelo de su tatarabuelo se quedó muy asustado temiendo que un gato se lo zampara o que un humano lo matara de un pisotón, cuando vió que se aproximaba una humana joven que lo cogió sin temer que sus garras de uñas afiladas le hicieran daño alguno.
– Mira mamá, un vencejo que no puede volar.
– Suéltalo a ver si vuela, porque no sabemos cómo darle de comer .
– No. Voy a ver si tiene alguna herida o es que es joven y se ha caído del nido.
– Pero ¿te harás cargo de él?
– Claro. Ya sé que los vencejos se alimentan de insectos.
– ¿Y vas a estar todo el día cazando moscas para alimentarlo?
La chica no hizo caso de la ironía de su madre y, una vez comprobado que el vencejo no tenía herida alguna, lo metió en una caja de cartón a la que había hecho unos agujeros, envuelto en un paño suave que encontró en el cajón de los trapos. Luego, hirvió un huevo y se dedicó a dar de comer al bisabuelo del tatarabuelo miguitas de yema. El antepasado se resistió un poco al principio, pero entre los sobresaltos y las emociones del día se le había abierto el apetito y abría su enorme pico como si fueran sus padres los que le estuvieran dando de comer. La humana le dio agua que él bebió ansiosamente y de esta manera se le pasó el susto. Luego, en la oscuridad de la caja de cartón, con el calorcito de la bayeta de gamuza se durmió sin preocuparse poco ni mucho de su porvenir, que el bisabuelo del tatarabuelo era un pájaro atrevido y corajudo aunque aún no supiera volar.
Pasaron varios días en los que se reprodujo la escena del primero. La dieta fue variando y lo que más le gustaba era una especie de insectos que cortaba su bienhechora de trocitos de lo que ellos, los humanos, llamaban carne. Era blandita y sabrosa, sin la quitina que recubría a los insectos que le traían sus padres cuando estaba en el nido. Así, al cabo de poco tiempo, la chica sacó al bisabuelo del tatarabuelo al balcón una tarde en la que los familiares se dedicaban a cazar insectos por las calles y cuando el antepasado vió a sus hermanos y a sus padres cruzar raudos por delante del balcón, dio un salto y un chiído a modo de despedida y se incorporó a la vorágine de vuelos, de idas y venidas y de trenzados entre las calles del pueblo.
Esta historia se había venido contando desde hacía más de veinte años entre los miembros de su familia y la sabían todos de memoria. Consideraban al bisabuelo del tatarabuelo, el más importante de todos sus antepasados, porque había sido criado por una humana y ahora ellos sabían, porque para eso había sucedido en su familia, que los humanos no eran enemigos. La historia se narraba durante las noches en las que, cuando una nueva nidada había salido adelante, pasaban las horas de oscuridad volando alto y ensayando sus coreografías vertiginosas.
Ahora era de día y él estaba en tierra con un ala rota. Sabía que no tenía nada que temer de los humanos por lo que le había pasado al bisabuelo de su tatarabuelo, pero le preocupaba que pudiera aparecer un gato y… el ala dañada que permanecía rígida y empada en sangre.
Una joven se agachó a recogerlo y entonces supo lo que iba a pasar; lo iban a poner en una caja de cartón con agujeros y le iban a dar de comer yema de huevo hervido y carne hasta que pudiera volver a volar. Luego lo dejarían libre. Lo había recogido la misma persona que se encargó del bisabuelo de su tatarabuelo.
Protestó un poco cuando la mujer le examinó el miembro herido, pero se sintió más aliviado cuando se notó limpio de la sangre que había perdido. Tragó, refunfuñando a su modo, un poco de agua y se sintió más confortado cuando, efectivamente, se abandonó en la seguridad oscura de la caja de cartón. Los recuerdos se iban difuminando y de vez en cuando intentaba hacer funcionar su ala para cuando se hubiera repuesto, pero al poco se dio cuenta de que ya no iba a volar nunca más y se acordó de la historia del bisabuelo de su tatarabuelo, que fue salvado de la muerte por una chica…
🙂
Y lo segundo más bonito de la historia de Rigel (lo primero es la historia, claro), es que es tan verdadera como esta entrada del blog.
Muchos disgustos me llevé yo de peque, tratando de rescatar todo tipo de bestias. Quizá la más famosa de ellas sea cuando me llevé a casa a un gorrión al que le habían cercenado salvajemente la parte superior del pico. Del todo.
Y esta mercenaria consiguió que, en Montejo de la Vega, se le grapara un pico de metacrilato. Fue una de mis mayores victorias 🙂
Como podeis ser tan crueles con la naturaleza,como es posible que le grapen un pico a un pajaro .La naturaleza es lo suficientemente sabia para que los errores no crezcan (salvo los de quienes se dicen humanos)y no deja que prosperen,porque de que sirve para si mismo o para otros un animal que no puede ser lo que es .Solo para que su agonia dure mas y su \»salvador\» se sienta un gran amante de la naturaleza y gran persona con un falso sentimiento de algo \»piedad\».