La historia es sencilla, y se cuenta enseguida.

Este mediodía, al venir a casa a comer, me encontré en el portal un vencejo joven, apenas plumado. Había sufrido algún tipo de percance porque tenía un ala inútil, pegajosa con algún tipo de engrudo oscuro. Lo subí a casa con gran enfado por su parte, y con ayuda de un algodón húmedo le limpié un poco la mugre, que resultó ser sangre reseca. Una de sus alas estaba intacta, pero la otra colgaba inútil, cubierta de sangre, y muy probablemente rota.

Un vencejo con un ala rota es un cadáver apenas levemente animado. Los vencejos lo hacen todo en el aire: comen, duermen, viajan, se aparean. Sus patas son débiles y les sirven como perchero para agarrarse a alguna rama o roca más que como tren de aterrizaje: si un vencejo cae al suelo, no puede remontar el vuelo por sí solo. Tiene que dejarse caer desde un alto, o no despegará jamás. Y tampoco se le puede alimentar en cautividad si ya es adulto, como este.

El vencejo protestó enérgicamente a mi somera limpieza; ninguna cura hubiera podido hacer nada por su ala. Bebió un poco de agua, de mala gana y con suma desconfianza, como si fuera un invitado a un cóctel de los Borgia. Lo dejé en una caja de cartón, en un rincón protegido, para que al menos se muriera tranquilo. Mientras me preparaba el café, oía cómo renqueaba torpemente de vez en cuando por la caja, las inútiles garritas chirriando contra el cartón, el ala sana redoblando en un suave staccato.

No ha sido una sorpresa volver del trabajo y encontrarlo muerto, ya tieso. Pero qué queréis. A veces a una le gustaría ser más tozuda que la realidad.