Black Label

Ayer Valencia se despertó con una luz enferma, amarilla y gris, y un viento enfadado que volvía murciélagos todas las hojas caídas. Un día apocalíptico de esos en los que dan ganas de ponerse junto a un ventanal, a cubierto, mirar el mundo ceniciento y escribir cuentos de Lovecraft.
Y en este contexto en el que lo banal se esconde detrás de la luz febril y de los revoloteos enfadados de hojas y papeles, y la mente acaba pensando que puede pasar cualquier cosa, me llega la noticia de la muerte de Christopher Hitchens. Y yo, que conozco muy poco la figura de Hitchens, y que además sabía de sobra que padecía cáncer de esófago en estadío IV («No hay estadío V», como decían en Wit), tuve todo el día el ánimo bajo porque supe que se había ido, para siempre, una de las voces más estimulantes del panorama intelectual que hemos tenido en tres décadas.
Releyendo lo anterior sé que suena tremendamente pomposo. Y también sé que a la mayoría de los que leéis esto el nombre de Hitchens no os va a decir gran cosa. Que la reacción más normal sea la que tuve en Facebook cuando compartí la noticia: «¿Quién es Christopher Hitchens?» Bien; para eso estoy trabajando en una entrada para Escéptica, de próxima aparición. Pero como este es un rinconcillo menos público (mal que me pese a veces), y como hay cosas que queda feo contar en un blog colectivo, os cuento un poco por qué la muerte de Christopher Hitchens me fastidió el día de mala manera.
Una de las cosas más chulas que pueden pasar cuando lees es lo que Pratchett acabó definiendo como el Espacio-B : libros que distorsionan el espacio y el tiempo, libros que llevan a libros, ideas que generan otras ideas, libros que se escriben porque otros libros se han escrito en el pasado, y -lo mejor- libros que aún no se han escrito pero que están dispersos en otros libros que existen ahora mismo, esperando nacer a partir de ideas aún jóvenes. Libros que contienen libros aún por escribir y que aún no saben que existen: una auténtica Biblioteca de Babel, no esta mala imitación.
Llegué a Hitchens, a Hitch, por uno de esos pasillos enrevesados de los que se compone el Espacio-B, a través de los escritos de Dawkins, Dennet o Sam Harris. Descubrí a un escritor vigoroso, certero como una flecha, con una erudición, un dominio del idioma y una potencia dialéctica que raras veces he encontrado. Como Dawkins, era capaz de llevarte de la mano por enrevesados paisajes dialécticos, dejando a su paso un rastro de tierra quemada por donde pasaban sus argumentos, y mezclaba con absoluta pericia a Frost con Aquino, a Sócrates con Auden, en un fuego graneado de lógica que te dejaba jadeante e intelectualmente saciado.
En la forma, hacía tiempo que no encontraba a nadie tan brillantemente polémico, tan estimulante y tan despiadado como Hitchens. En el fondo, estaba, estoy, en profundo desacuerdo con muchas de sus ideas, al igual que en absoluto acuerdo con otras, pero hasta leer sus argumentos a favor de posturas que yo no compartía era un placer; y era este último punto el que me hacía admirar y respetar los escritos de este hombre.
Mi respeto por él se acrecentó tras su lacónica comunicación del diagnóstico de su cáncer y su serie de artículos en Vanity Fair describiendo el progreso de la enfermedad con su habitual elocuencia y una envidiable lucidez que no le impidió seguir trabajando, dando conferencias, concediendo entrevistas, y siendo tan brillante, polémico e irritante como siempre. Sólo en un artículo flaqueó su fortaleza, en el que narraba su miedo a la posibilidad de perder la voz, el instrumento que tanto y tan bien le había servido a lo largo de los años.
Y es que la voz de Hitchens era un rugido sonoro que recordaba, en su perfecta dicción, a Richard Burton en plena arenga shakesperiana. Tenía, también, el tono canalla del que ha vivido toda su vida abrazado con dedicación a la botella de Johnny Walker etiqueta negra y chupando un cigarrillo tras otro. Que esto fuera causa de su muerte nunca le hizo pedir perdón por ello, y se murió, como había vivido, sabiendo en todo momento a dónde iba y por qué.
Ahora un inciso personal: siempre que veo a Hitchens en alguno de sus múltiples vídeos, o en fotos, o en su prosa tan viva, me imagino al magnífico Pursewarden de El Cuarteto de Alejandría, de Lawrence Durrell, con quien creo compartía (con el personaje, y también con el escritor) el amor por el idioma, una personalidad corrosiva y parte de su identidad apátrida.
Pero Hitchens era de verdad, y era capaz de enfurecerme cuando decía barbaridades, que las decía y gordas. Pero hoy quiero quedarme con un rasgo muy particular de su carácter: su disponibilidad y lo fácil que ponía a los demás que se acercaran a intercambiar ideas con él. Nada mejor para esto que lo que cuenta Jerry Coyne en su blog. Hitchens, ya enfermo de cáncer y acusando los efectos de la quimioterapia, asistía a una convención en Texas. Entre el público, una niña de ocho años le dijo a su madre que quería hacer una pregunta. La madre, sin darle mucha importancia, le dijo que buscara al hombre que tenía el micro, suponiendo, imagino, que la niña, de nombre Mason, no conseguiría llamar su atención o se acobardaría. Pero no pasó una cosa ni otra, y, micro en mano, la pregunta partió: «¿Qué libros debería leer?». Hitchens preguntó dónde estaba su madre, y le dijo que le esperaran fuera después de la conferencia. Allí estuvo hablando un rato con Mason, interesándose por sus intereses, y acabó recomendándole una colección completa pero claro, algo anglocéntrica, que incluía a Dawkins, Dickens, mitos griegos y romanos, Chaucer, Ayaan Hirsi Ali, y, por supuesto, Wodehouse, que Hitchens adoraba con locura.
De modo que ya sabéis un poco más de Christopher Hitchens, de una de las voces más vivaces y que más valor han dado a muchísima gente. Que supo ser amigo de sus amigos. Y que atrajo el agradecimiento de todos los que alguna vez leímos sus escritos, agradecimos su defensa de la razón, y disfrutamos, incluso, estando en desacuerdo con él. Era una voz lamentablemente rara en el panorama intelectual mundial. Y nunca llegamos a conocerlo bien aquí en España. Eso que nos perdimos.
Por Hitch. Salud.