Taxi. El taxista parece de los taciturnos, pero a poco se pone a filosofar sobre la balcanización en España O algo así. Tengo sueño, hace calor, voy con prisa; escucho sólo a medias. Llegamos.
–Son tres con cincuenta y cinco –me dice, señalando las letras irritadas del taxímetro. Le alargo cuatro monedas de euro.
Él las sopesa en la mano, con la mirada perdida. Noto cómo se tensan los músculos de su cuello. Sus labios se mueven en silencio.
–Es que no tengo monedas de cinco céntimos –dice al fin, vacilante. Me alarga dos monedas de veinte céntimos.
–No pasa nada –le digo. Le devuelvo los cuarenta céntimos, y le doy una moneda de cinco. Se queda con ella en la mano, boqueando, con aspecto de niño perdido en el bosque. Me quedo esperando. Momento de silencio.
–Eh… eh… ehhhh… sí… ehhh –dice el taxista, haciendo una imitación muy lograda de un compresor estropeado.
–Le he dado cuatro –le digo con dulzura didáctica.
–Ehhhh… sí… es que no tengo monedas de cinco… sí…
–Con los cinco céntimos que le he dado, me tiene que devolver cincuenta.
–Ehhhh, sí, sí — asiente enfáticamente con la cabeza, parece pensar de nuevo. Su mano sigue aferrando las monedas, y una cierta desesperación asoma a su mirada.
–Cuatro euros con cinco que le he dado yo menos tres cincuenta y cinco son los cincuenta céntimos que me tiene que devolver –digo pacientemente. La frente del taxista se arruga con el esfuerzo del cálculo mental.
Sin dejar de musitar «sí, sí, sí», se encorva sobre la cajita del cambio. Suenan muchos ruiditos metálicos. Finalmente me da una moneda de cincuenta céntimos.
–Eso es –dice satisfecho, con enorme alivio. Se pone locuaz. Me cuenta que no tenía monedas de cinco céntimos. Repite la resta en voz alta, con deleite, remachando los números. Sonrío débilmente y me despido.
Totalmente verídico. Quiero pensar que es el calor.