Poco más o menos. La cosa ha sido así:
Los armarios de la cocina de mi piso no son empotrados ni tonterías de esas y tienen, por tanto, un espacio arriba que puede servir como estante de emergencia para cosas que se usan poco o nada. Tengo muchas de esas, pero por alguna razón no han ido a parar ahí; sólo hay un par de bandejas de plástico de esas profundas, de cuando tenía gata. Hasta ahí bien.
Una de esas bandejas está ligeramente ladeada y sobresale un poco. Además, sobresale justo por encima de la hoja derecha de la puerta de armario; es la que abro con más frecuencia, porque es la que alberga los vasos, las tazas de café, y el tazón del desayuno. Seguimos bien.
Los armarios, hechos a mano en una carpintería del barrio, no ofrecen alharacas de diseño pero cumplen su función; son, a grandes rasgos, cajones de aglomerado blanco con puertas y tiradores azules, sujetos a la pared. Las hojas de las puertas quedan al mismo nivel que el borde superior de los armarios, no hay biseles ni cosas así, ¿me siguen? Vale.
Cada vez que abro esa puerta de armario a la que me he referido antes, el borde superior de la hoja roza contra el borde inferior de la bandeja profunda de plástico. Es un roce leve que provoca poco rozamiento y no obstruye en absoluto el juego de las bisagras. Me bastaría con arriesgar mi cuello encaramándome al banco de la cocina, desplazar la bandeja quince centímetros hacia el fondo, y no habría más roce. Pero, ya digo, no es algo especialmente molesto y siempre lo dejo para otro momento. Ya se va viendo por dónde voy, ¿verdad?
Por alguna razón, la puerta del armario no siempre roza con la bandeja; debe estar en función de una leve holgura de las bisagras y de la dirección del par de fuerzas que aplico sobre el tirador. El caso es que a veces roza y a veces no; y yo tampoco presto atención a cualquiera de los dos eventos.
Vale. Tras la explicación del decorado, por así decir, pasemos a la acción. Heme aquí dispuesta a preparar algo de cena. Necesito para ello algunos recipientes y adminículos que se encuentran en el armario de la cocina. Abro, saco, cierro. Vaya, me he olvidado de tal cosa. Abro, saco, cierro. Ah, sí, un vaso también. Abro.
En retrospectiva, me doy cuenta de que lo que ha pasado es que la bandeja había alcanzado un equilibrio inestable, o quizá un estado metaestable, sobre el borde del armario. Y uno de los roces de la puerta del armario ha superado el umbral, o ha hecho tonterías con el centro de gravedad, o ha jugueteado con las proporciones de la ley de la palanca, o cualquier otra cosa muy física y predecible según las leyes de Newton.
La bandeja cae, de canto. Mi visión periférica y mis sentidos del tacto (mis dedos sobre el pomo de la puerta) y del oído me dicen que está pasando algo. Mi cerebro empieza a poner en marcha un mecanismo de emergencia, y se acumulan potenciales de acción llevados por mi sistema nervioso hasta mis músculos.
Pero los potenciales de acción son comparativamente lentos y para entonces la bandeja, que sólo tiene un trayecto corto que recorrer -ni siquiera suficiente como para que adquiera velocidad terminal- ya ha encontrado el primer obstáculo en su camino: el jarro del agua.
Es un jarro de agua de esos con filtro dentro y tapa por encima. La bandeja cae de canto sobre él, y el ángulo de incidencia es tal que, pese a su fondo antideslizante, el jarrón acusa el impacto y transfiere la energía del mismo en un movimiento tal que de nuevo otro centro de gravedad se ve desbaratado, en este caso el del jarro, que se vuelca hacia mí. En este punto de los acontecimientos están pasando dos cosas a la vez:
Los potenciales de acción de mis neuronas se han resuelto por fin, primero en un respingo totalmente inútil, y luego en un movimiento reflejo que intenta apartar mi cuerpo de un impacto cuya dirección y fuerza no está nada clara. Por una de esas, el movimiento va bien encaminado, porque me hubiera apartado de los efectos del choque -aunque lo tenía fácil porque, con el banco de la cocina delante de mí, el abanico de opciones de retirada estaba muy limitado-.
A la vez, el jarro, que contiene en su reservorio superior cosa de medio litro de agua fresca pre-filtrada, y algo más de un litro de agua filtrada en el reservorio inferior, cae. El líquido del reservorio inferior, que baja el centro de gravedad del conjunto y que además tiene un poco más de inercia que el jarro que lo alberga, hace que la caída sea algo más lenta de lo normal. El líquido del reservorio superior, sin embargo, cuando el jarro se ladea lo bastante, choca contra la tapa del jarro, que está diseñada para abrirse con suma facilidad. La tapa del jarro se abre, por tanto, con suma facilidad, dejando escapar el líquido que hasta el momento contenía.
Mientras el agua hace esto, mi cuerpo sigue alejándose del banco, impulsado por una contracción muscular involuntaria a la que ya empiezan a ayudar algunas contracciones nerviosas voluntarias un poco avispadas que acaban de darse cuenta de lo que está pasando. Por alguna razón, el agua del jarro, que lleva aún energía cinética transmitida por el choque de la bandeja, es más rápida. Parte de ella alcanza la periferia de mi ropa, mientras el resto, obedeciendo de nuevo a leyes físicas y tal, se derrama por el banco y el suelo y gasta el resto de su energía en calentarse un poquito y esparcirse por donde la inclinación del suelo le deja.
A todo esto, el movimiento reflejo que casi ha evitado la colisión entre agua y camisa ha enviado señales que han puesto en movimiento mi cuerpo entero; para contrarrestar el impulso brusco hacia atrás de mis piernas, mi torso se ha inclinado un poco hacia delante y mis brazos, saliendo disparados hacia los lados, han trazado sendos arcos amplios y rápidos en direcciones opuestas.
Aún no ha terminado de caer toda el agua derramada del jarro, y algunas gotas caídas en mi camisa aún retienen la suficiente tensión superficial como para no empapar las fibras de tela. Mi brazo derecho, al trazar el arco antes descrito, choca directamente con el exprimidor (tengo una cocina muy pequeñita). La fuerza es suficiente como para volcar el exprimidor, que está muy cerca del borde del banco porque no hay otro sitio donde ponerlo si quiero que el cable llegue hasta el único enchufe de la cocina. El exprimidor gira sobre su eje mientras cae, y las tres piezas (pera exprimidora, elemento filtrador, y tapa que lo cubre todo) se desprenden e inician caída por libre.
El impacto en mi mano y la súbita interrupción de presión sobre ella me alertan de que he tirado algo. Un nuevo movimiento reflejo se superpone al primero, apenas terminado, pero esta vez mi cuerpo no sabe muy bien para dónde tirar, amén de estar mal posicionado para hacerlo. Por algún motivo, en esta ocasión mi cerebro funciona a la suficiente velocidad como para darme cuenta enseguida de lo que ha pasado, y también de que no voy a poder evitar la caída del exprimidor.
Las piezas sueltas del exprimidor llegan al suelo con estrépito. El exprimidor queda colgando del enchufe, que por una de esas no se rompe. Yo me recobro de la segunda contracción muscular involuntaria. El agua termina de empapar las fibras de mi camisa y alcanza la piel de mi estómago. Está fría. Para transmitir eso los potenciales de acción no tardan nada.
Las piezas del exprimidor terminan de rodar por el suelo con un rlnrlnrlnrln muy de dibujos animados. Yo rescato el resto del exprimidor de su precaria posición, me apoyo en el banco y respiro hondo, dos veces, mientras la adrenalina deja de fluir. El agua derramada termina de extenderse por las junturas de las baldosas. La bandeja me mira con cara de no haber roto un plato en su vida. Cosa que, para ser justos, no ha hecho.
Dos segundos, si llega. A veces el lenguaje es una herramienta torpe, torpe.