(Mientras yo me aclimato de nuevo al suelo patrio y refresco mi mente con la asombrosa programación de la tele nacional, sigue la crónica de mi viaje de vuelta desde Corvallis a Madrid, para deleite de jóvenes y ancianos y edificación moral de la plebe. De nada. Servidora.)
En la entrada anterior, una amable comentarista me recordaba la existencia de unos carritos que allí en USA, por hacerse los interesantes, llaman trolleys, y cuyo propósito es aliviar al viajero del peso de sus maletas, lleven ruedas o no, y facilitar el transporte de bultos por las aseadas moquetas del aeropuerto. No se me olvidó, no, su existencia. Al contrario: la deseé fervientemente al tener que subir los bultos al coche de David, y luego, al llegar al aeropuerto, al tener que bajarlos de nuevo y encaramarlos al trolley en cuestión (que te cuesta dos dólares) para ir rauda al mostrador de facturación.
Las cosas han cambiado, con esto de la facturación. Antes la cosa era tragarse la cola (fila para los más recatados), y una vez llegas al alto mostrador tras el que te espera la cancerbera de la línea aérea, someterse al tercer grado de la batería de preguntas de seguridad. Que si alguien ha tocado su equipaje, que si lo ha dejado desatendido, que si qué es ese paquete que asoma de esa maleta, sí, el que pone «trilita». Y demás. Eso, digo, era antes. Ahora no te preguntan nada; directamente te dan el billete, porque saben que ahora, en lugar de preguntar, te radiografían el equipaje al completo.
Pero antes de darte el billete, oh espanto, las maletas han de ser pesadas. No quiero decir que exista la necesidad de que pesen mucho, sino que es necesario averiguar su peso a efectos de, imagino, saber si el avión podrá despegar o no. Pero ahora pensemos un momento: servidora empuja con donaire un carrito cargado con un tambaleante montón de bultos compuesto de, a saber:
-Un maletón Samsonite rígido, de plástico verde, con tres presillas y cierre mixto de llave y combinación. Una maravilla de la tecnología que además cuenta con dos rueditas en un lado. Mediante un hábil tirón a un asa rígida escamoteable que se encuentra en el lado opuesto, la maleta bascula sobre las ruedas y puede ser arrastrada con toda facilidad, sin más efectos que un disloque de muñeca cuando el peso del interior, mal distribuído por mi impericia empaquetadora, envía el armatoste de lado al suelo.
-Una maleta gris de esas paralelepipédicas con asa escamoteable, esta vez en la parte superior, y dos ruedas en la inferior, alabados sean los inventores del ingenio. Esta maleta se desliza mejor, pero su gracia reside en que el bolsillo externo va repleto de libros, y por tanto, si se la deja a su aire, se vence airosamente hacia delante como una damisela decimonónica y hay que enganchar el asa con un pie mientras te vendas la mano que el maletón verde te ha dislocado.
-Una mochila también verde, que, además de las correas típicas y deseables de toda mochila, tiene el consabido accesorio de las ruedecitas y el asa telescópica. En este caso iba bien lastrada, el problema era que descansaba en equilibrio inestable sobre los otros dos bultos y tendía a deslizarse hasta el suelo.
-Otra mochila, esta negra, donde llevo el portátil en el que ahora mismo estoy escribiendo esto. Nada reseñable en ella porque es una mochilita de lo más apañao, Targus, muy discreta y proletaria, y un poco panzuda por mi manía de llenar todos los bolsillos con las pijaditas más inverosímiles que nunca uso en el viaje, pero que me da apuro no tener a mano por si acaso. Aunque luego me replanteé la sensatez de embutir en el bolsillo el cargador de la batería de la cámara… que llevaba en la maleta gris.
La idea era facturar dos de estos bultos, adivinen cuáles. Justo: el Samsonite y la maleta gris. La mochila verde pasaría ante ojos no muy atentos por equipaje de mano, y la mochilita del ordenador pasaría, con la ayuda de San Genaro, por objeto personal. Además, acarreaba en la mano el tomazo de «The Confusion», porque si lo ponía en la mochila verde, esta ya no entraba en la jaulita que sirve para cerciorarse de que el equipaje de mano cumple con las regulaciones de la compañía aérea.
A todo esto, yo había dormido dos horas esa noche, y un total de diez horas los dos últimos días, de modo que no estaba en mi mejor momento de forma física ni mental. Y lo que me quedaba.
Pues con esta colección apilada inestablemente en el trolley me aproximé yo al mostrador de facturación. Alguna intercesión divina o sobrenatural me permitió llevar la Samsonite hasta la báscula y allí, zas.
Sobrepeso.
No fue, para qué nos vamos a engañar, una sorpresa. Mi amigo David, que está fuerte y sano y pudo acarrear él solito un colchón que a mí me hubiera deslomado, se acordó de varios ilustres miembros del santoral cuando subió mis maletas al coche. Los porteros del aeropuerto me miraban con horror. La báscula palideció al ver la maleta en cuestión. El suelo del aeropuerto se combó ligeramente, y la atracción gravitatoria se incrementó una fracción pequeña pero mensurable a mi alrededor. La azafata frunció el ceño y un mohín torció su rostro oriental. Y es que las reglas de las compañías aéreas son generosas, pero no permitían bultos de más de 70 libras, y la Samsonite pesaba, glabs, 80 libras como 80 soles. Unos 40 kilitos de nada. ¿No podría, me sugirió la amable empleada, transferir 10 miserables libras de la maleta verde a la maleta gris, que quedaba por debajo del límite, y así no tener que pagar el sobrepeso? Con lágrimas en los ojos le mostré la maleta gris, con el tejido de fibra sintética gimiendo bajo la tensión necesaria para contener el bloque hipercomprimido del interior. Mire, le dije, mire y juzgue. He tenido que dejarme una postal de un amigo porque no cabía en ningún lado, ¿cómo quiere que meta aquí 10 libras de nada? ¡No cabe ni un mesón! Su mirada comprensiva me consoló un poco ante el inminente e inexorable pago que se avecinaba.
Así que apoquiné los ciento diez dólares correspondientes (ay), y entonces la joven, en lugar de preguntarme si alguien había tocado mis maletas (forzudo debía estar el terrorista de turno, pensé), me dijo «Llévelas al control de seguridad de equipajes».
Yo, que ya sangraba por el bolsillo, empecé a sangrar por el alma ante la perspectiva de tener que subir de nuevo los mamotretos al condenado trolley, cuando había contado con poder librarme de ellos ya hasta Madrid. Pero hice de tripas corazón y, heroicamente, conseguí no herniarme al rehacer el montón, y empujé el artefacto hasta las máquinas de rayos X separadas por mamparas que eran el control de seguridad de equipajes.
«Quédese cerca por si hay que abrir su maleta,» me dijo un empleado alto, barbado y con voz de ultratumba. Luego tomó el asa de la Samsonite y se le mudó la color ante la perspectiva de tener que acarrearla, cosa que hizo mientras yo miraba con expresión perfectamente estoica y despepitándome de risa malévola por dentro.
Di la vuelta, ansiosa por ver salir mis posesiones de la boca del averno de la máquina. Una empleada me llamó para abrir la maleta gris. Le di la llave, y vi salir a la Samsonite por la rampita de salida del túnel de rayos X.
Rota.
Hagamos un pequeño inciso: en los anuncios de Samsonite, sus maletas pueden aguantar lo que haga falta sin siquiera rayarse. Son capaces de sobrevivir a un tornado, un maremoto y un meteorito sin perder un ápice de su funcional belleza. Pues bien: quede aquí constancia de que un viaje a través de la máquina de rayos X del control de seguridad de United Airlines en el aeropuerto de Portland, Oregon, es lo único que puede liquidar uno de estos trastos.
La presilla de un lateral se había roto, y la presión de los contenidos había alabeado levemente la tapa, de manera que por una rendija asomaban indicios de mi ropa. La empleada vio mi cara de espanto, contempló el estropicio con indiferencia, y me preguntó «¿Quiere que la cerremos con cinta?». Más bien sí, dije yo, procurando no añadir algún epíteto poco cortés ante la manifiesta idiocia de la pregunta. El señor con barba de antes se materializó a mi lado, puso entre mis manos inertes un impreso para solicitar compensación, me explicó rápidamente el proceso, disculpóse, fuese, y no hubo nada.
A partir de ahí yo, ya libre de dos de las maletas, me eché a la espalda la mochila del ordenador, extendí el asa de la mochila verde, y me lancé valientemente a superar el siguiente obstáculo: el control de seguridad personal. Poco podía imaginar yo lo que me esperaba.
Pero me he extendido demasiado, de modo que esto quedará para el tercer y (esperemos) último capítulo. Que no os pase nada.