Por aquí por Valencia nos gusta el fuego. No sé por qué, pero nos encanta. El fuego en su vertiente lúdica y estética, pero fuego al fin y al cabo. Apenas hemos salido de las hogueras de San Antón en enero y ya estamos con la mirada puesta en marzo y en las Fallas, la fiesta de los tópicos. Qué le vamos a hacer, es lo que pasa con las tradiciones: sólo puedes decir algo nuevo sobre ellas durante unos pocos años. Luego su descripción se ritualiza también y pasa a ser parte de la tradición, un cómodo molde en el que encajar los adjetivos de siempre hilados en cadenetas gramaticales mil veces repetidas. Ya saben: «fiestas incomparables», «luz y color», «la belleza de las mujeres», «alegría y ruido»; se podrían engarzar todas en algo tipo generación de ensayos postmodernos, pero sería un generador de alabanzas a las Fallas. Ahí queda el reto.
Y el caso es que yo intento ponerme toda distante y bufar, con delicada suficiencia, contra la plebeyez de las fiestas cuasi-equinocciales, ay, que diga, en honor a San José, pero no puedo. Porque me encantan las fallas.
No me encantan en el sentido de participar y meterme en ellas de cabeza, convirtiendo el año en una pista de despegue que culmina en el 19 de marzo. De hecho, paso por las fallas de puntillas, evitando cuidadosamente verbenas y pasacalles, ofrendas y blusones, petardos azarosos y despertás. Reniego, como todo el mundo, por el ruido constante que impide dormir, por las calles abarrotadas, por el caos de tráfico que dificulta incluso el transporte público. Las fallas están llenas de incomodidades para quien tiene que trabajar esos días.
Las fallas están llenas también del maravilloso ruido de las mascletás, mi actividad favorita. Es la única ocasión en la que me gusta estar inmersa en la multitud apretada de la plaza del Ayuntamiento; a veces tan apretada que podrías levantar los dos pies del suelo y te sostendría la elástica presión de los cuerpos de alrededor. El aire vibra con miles de personas hablando, gritando, silbando, formando un cimiento sonoro como una colmena, coronada por la cada año más potente megafonía, que emite música cada año más inane. El aire huele a la dulzura aceitosa de los buñuelos, a pieles caldeadas por el sol, a marihuana y a asfalto. La luz es blanca, viva, densa y dulce como el aceite de buñuelos; se mete por todos los recovecos de tu cuerpo (también como el aceite), y te abre los poros de dentro a fuera, permeándote al ambiente sensual, fundiéndote con el día centelleante y zumbón.
Las mascletás llevan el ruido a otro nivel, casi cuántico. Las buenas mascletás, de hecho, siempre sorprenden, por mucho que creas que lo has oído todo. Si están bien estructuradas, van de menos a más manteniendo cierto ritmo, y tus tímpanos, al principio sobresaltados, se van acostumbrando al retumbar brusco y rítmico, soportado por los aullidos de banshee de las salidas. Hasta que llega el trueno.
El trueno es el clímax de la mascletá, una nube de ruido palpable, un estruendo telúrico de tal calibre que los oídos renuncian, derrotados, y le pasan el protagonismo a los huesos, que ronronean dentro del cuerpo como un gato gigante, y a la piel, que siente la caricia trémula de las ondas de choque de un ruido que pasa más allá del umbral sonoro y se convierte en silencio atronador. Son unos pocos segundos de éxtasis total, durante los que la cara se me abre en una sonrisa ancha, feliz, desbordada, que se contagia a todo el mundo a mi alrededor. O quizá me la contagian ellos.
Cuando todo termina y el mundo cae de golpe en un silencio algodonoso y ensordecido, aplaudimos y nos miramos unos a otros, hermanados por el shock, asintiendo y vocalizando nuestra aprobación, mientras el olor estimulante de la pólvora nos llena el cerebro y la adrenalina deja de fluír y nos enerva las venas y los músculos.
Esta extraordinaria sobredosis tiene lugar cada día de Marzo hasta el 19. Cada vez viene más gente. Hay mucho que decir a favor de una catarsis tan pacífica y tan absoluta.