ManoHay un objeto que no existe, pero que quiero poseer.
Se trata de una pequeña caja, de madera, muy sencilla. Se le puede conceder algún grado de decoración, pero nada especial. Lo único destacable en su exterior es un interruptor. Lo imagino de palanquita, metálico, grande, anticuado. El tipo de interruptor que apetece pulsar, con un clac seco y mecánico que realmente te da la impresión de estar operando algo. Los interruptores de las últimas generaciones requieren apenas leves caricias de elfo que a veces son un poco frustrantes, como si las máquinas te estuvieran diciendo «mírame y no me toques», como si tu toque fuera de algún modo demasiado animal, impuro, graso, torpe, para su elegante y pulida sobriedad electrónica.
Pero el interruptor de la caja, tranquilizadoramente tridimensional y sólido, hace clac. De inmediato la caja emite un zumbido agudo e irritante de chicharra enloquecida. Un sonido feo. Y entonces la tapa de la caja se abre; del interior emerge una mano mecánica. Claramente mecánica, pero a la vez de lustre antiguo y de forma elegante, con una elegancia híbrida entre un sueño art decó de Tamara de Lempicka y la sobriedad funcional de un proyecto del MIT.
La mano se alza, se inclina delicadamente, y, con lentitud pero con absoluta precisión, apaga el interruptor. El zumbido se detiene. En el silencio, que ha vuelto con la fuerza de una manta de terciopelo, la mano se retira de nuevo al interior de la caja, inexorable. La tapa se cierra con un sonido suave pero definitivo.
La idea de la máquina se le ocurrió a Mervin Minsky; Claude Shannon la desarrolló. Dicen, pero yo no lo he visto, que fue construída en los años cincuenta. Arthur C. Clarke la describió en Voice Across the Sea. No acusé enseguida el efecto que la Máquina de Shannon produjo en Clarke; pero cuanto más lo pienso, más me fascina el concepto, y más de acuerdo estoy con el escritor cuando dice que «hay algo inexplicablemente siniestro en una máquina que no hace nada -absolutamente nada- excepto apagarse a sí misma».
Hay una enorme cantidad de cosas en las que pensar delante de esa cajita de madera con su interruptor y su mano estilizada. Porque tiene que ser una mano: anticuada, inconveniente, antropomorfa. Si fuera cuestión de un temporizador y un LED, y la caja fuera de PVC, se perdería el efecto por completo. No: hace falta que la caja sea de madera, pulida, decimonónica. Hace falta que el interruptor sea grande, anticuado (quizá de latón, o de bronce), y haga clac. Hace falta que la mano tenga una cierta cualidad asimoviana, humanoide pero ajena, patética pero poderosa. Hace falta que se mueva despacio, con aparente deliberación. El proceso ha de ser siniestro y bello, y un poco sensual, como en un juego de la serie de Myst.
Ya véis; a otros, para meditar, les da por los jardines zen. Yo parece que he salido pelín rarita.