Es difícil, muy difícil, la mar de difícil, mantener un blog cuando anda una trasteando de acá para allá en el calor pegajoso de Valencia intentando dar forma a una vida que se detuvo hace cinco años. Esto pasa por hacer habitable un piso que nunca fue un dechado de habitabilidad (algunos que me leen sabrán a qué me refiero, otros se harán una idea si les digo que mi mobiliario sigue estando formado en un sesenta por ciento por cajas de embalaje, llenas de libros y tebeos). Podría, es cierto, no crean que no lo pensé, dejarlo tal cual está para usarlo como experimento de abiogénesis, pero me supo mal. Y además servidora tiene que aparcar en algún sitio y queda feo compartir las tostadas y el colacao del desayuno con replicadores prebióticos, qué quieren que les diga.
Total. Que tras el momento de desánimo al ver el patatal en que se había convertido mi otrora cómodo nidito (ejem), era cuestión de sobreponerse y lanzarse a la aventura, que se presenta con peligros tales como para hacer huir a Indiana Jones. Tras algunas agradables sorpresas (como el hecho de que la nevera, vieja como para dar una alegría al Carbono14, funcionara aún) y otras no tan agradables (la bañera rota), me fui al Mercadona a comprar los enseres necesarios para ir adecentando, despacito y con buena letra, el hábitat en cuestión.
Ahora bien; las modas vienen y van, y cada año hay algo que cambia o que se introduce en las estanterías y escaparates. En USA ahora mismo triunfa la moda del carb-free, es decir, sin carbohidratos, que son malísimos, long live Atkins y todo eso. Bueno, y la otra moda son los aromas, claro. Para todos los gustos, desde menta hasta chocolate (no bromeo), pasando por canela, coco y vainilla, que una ya no sabe si en USA quieren que la casa huela bien o que sea comestible. Nunca se sabe para dónde van a ir las modas. No lo pensé cuando estaba a punto de volverme. Supuse que si a todo el mundo le hubiera dado por, yo qué sé, pintarse de verde un lado de la cara, o llevar polisón, pues ya me daría cuenta. Cuando llegué no fue mucho trauma; la moda presentaba pocas variaciones respecto a los sospechosos habituales del verano: sandalias de tira, la tripita al aire, los colores aguados y levemente deprimentes de los sesenta, el gazpacho en brik. Nada grave. Los aromas también habían llegado hasta aquí (ya hace años) en forma de inciensos, aceites esenciales, velas perfumadas, pomitos. El carb-free no, gracias a Eru; pude ponerme morada de panquemaos y pan de pimentón.
A todo esto, llegué al Mercadona. Lo encontré más grande, mejor presentado, con más variedad de cosas. Me dirigí con optimismo a las góndolas dedicadas a limpieza, dispuesta a hacer acopio de detergente, limpiador general, específico para madera, para el suelo, lejía blanca, lejía de color, bayetas, estropajos, mochos, y demás enseres indispensables del Indiana Jones casero. Allí encontré la moda que no había esperado.
Suavizante al Jabón de Marsella. Limpiador al Jabón de Marsella. Lavavajillas al Jabón de Marsella. Lejía (no se me sorprendan) al Jabón de Marsella. Jabón (¿ven por dónde voy?) al Jabón de Marsella. Me faltó ver margarina al Jabón de Marsella, pero seguro que debe estar por ahí, escondida detrás de la horchata al Jabón de Marsella y el colacao al Jabón de Marsella. Está en todas partes. Es un exitazo. Desaparece de las estanterías como si fuera, bueno, jabón de Marsella. ¿Qué ha ocurrido de golpe para que el aroma a limpio y a antiguo del Jabón de Marsella, que apareció por primera vez en el siglo XV, se convierta en el elemento favorito de la limpieza de hogares del siglo XXI? No lo sé, no asistí al nacimiento de la moda, sólo a su metástasis.
Llené el carrito de Jabón de Marsella en sus varias encarnaciones, y me fui a casa a acometer con alegría (ustedes disimulen) la limpieza. La verdad es que huele bien el potingue. Da un aire respetable y todo a la casa, como si en lugar de ser yo la que limpia, con desgana y hecha un charquito de sudor, fuera una robusta y alegre chacha de hace dos siglos, vestida de lino y algodón y dejándolo todo como los chorros del oro. El problema es que, como todo huele igual, lo mismo el calor me hace liarme y lavo el suelo con suavizante mientras echo lejía a los platos y lavavajillas a la ropa, pero qué más da. Total, es Jabón de Marsella.