Que no John. Joseph Merrick, más conocido por el Hombre Elefante. Su historia fue contada con terrible ternura por David Lynch, y la imagen de John Hurt, irreconocible bajo el maquillaje extraordinariamente parecido al original, nos ha conmovido a casi todos.

Esqueleto de Joseph MerrickDavid Lynch lo tuvo fácil, porque no tuvo que inventar gran cosa; Joseph Merrick era un hombre de espíritu delicado e imaginativo, con una gran imaginación y enormes dosis de buen humor y gentileza que fueron aparentes para todo el que tuviera la paciencia necesaria para esforzarse en entender sus casi ininteligibles balbuceos. En los pocos escritos que dejó en sus veintipocos años de vida se puede ver el tipo de persona que era. Su carácter contrastaba con su aspecto de la misma manera que su delicada mano izquierda, perfectamente formada, contrastaba con la garra deforme en que la enfermedad había convertido su mano derecha.

Tras su muerte, y como suele pasar en estos casos, se sacó un molde de su cuerpo, se le extrajo el cerebro por una pequeña abertura rectangular en el cráneo, y su esqueleto fue montado cuidadosamente y está aún hoy expuesto en el museo del Royal London College of Medicine. Ahí lo tienen, en la foto: el Hombre Elefante, a quien Alan Moore, en su impresionante From Hell, quiso atribuir una conexión divina con Ganesha. Moore, cuyas historias han revolucionado completamente el mundo del cómic, no andaba desencaminado del todo, y si no sabía las últimas novedades respecto a Merrick cuando escribió From Hell creo que ahora, al saberlas, apreciaría muchísimo la ironía.

Durante mucho tiempo se pensó que Joseph Merrick sufría de elefantiasis: de ahí su apodo. Más tarde se le diagnosticó un caso extremo de neurofibromatosis. Pero el último diagnóstico se inclina por una enfermedad genética extraordinariamente rara, llamada Síndrome de Proteo.

Proteo era un dios griego del mar, pastor de los rebaños de focas de Poseidón. Como todas las deidades marítimas, tenía el don de la profecía, y era capaz de cambiar de forma.

El cuerpo de Joseph Merrick se apartó con los años de la forma humana y se convirtió en una gárgola extraña, objeto de espanto y repulsión. Una barrera física que había que superar, como una prueba de fuego, para llegar a conocer a la persona dulce y paciente que esperaba tras los tumores óseos y las deformaciones cutáneas. Estoy segura de que a Merrick le hubiera gustado saber que acabarían dándole, aunque fuera en un diagnóstico, los atributos de un dios.