Los parásitos son una molestia constante; pulgas y ácaros que ni siquiera frotando con arena abrasiva dejan de torturar la piel. No importa cuánto te acicales, el picor nunca cesa del todo. Pero no puedes prestar atención a eso ahora, otras prioridades te reclaman. La comida, la maldita comida. Nunca es suficiente. Apenas consigues lo mínimo para no sucumbir, y de ese poco tienes que sacar algo para tus hijos. Dos ya han muerto de hambre, y otro cuando una caída lo reventó por dentro, pequeño y frágil como era. Esperas que al menos uno de los dos que quedan sobreviva, pero las garrapatas que comparten hogar con vosotros ya han debilitado mucho a uno de ellos. Las lluvias, fuera de estación, tampoco están ayudando; tú probablemente puedas aguantarlas, estás mejor preparada para ellas, pero ellos, mucho te temes que no.
Por si fuera poco, no tienes defensa alguna ante los que, más fuertes que tú, buscan la misma comida que tú. No puedes alejarte mucho de tus hijos, ni aunque tuvieras la energía necesaria para ello, y eso juega en tu contra. Recorres una y otra vez los mismos rincones, las mismas fuentes de alimento, agotadas mil veces, por si quedara un bocado olvidado, sabiendo perfectamente que es peligroso, en alerta constante al menor movimiento sospechoso: hay depredadores ahí fuera, y lo sabes. Si uno de tus hijos sobrevive, también tendrá que aprenderlo.
Pero qué importa, ¿verdad? Tienes alas, puedes volar, surcar los aires, todos te envidian. Las preocupaciones normales no te afectan; si otros pudieran hacer lo que tú, se sentirían dichosos. Eres libre.
Libre, como un pájaro.