No sé si astronómicamente estamos en la canícula; me parece recordar que no. Pero el termómetro no entiende de calendarios y llevamos unos días en Corvallis en que raro es que no se sobrepasen ampliamente los 100 grados. Fahrenheit, claro.
Rondar la cuarentena de grados en Corvallis es algo así como una maldición bíblica, la gente casi no se lo cree. Perfectos desconocidos que se cruzan contigo en el super comentan «¡Qué calor!», y tú sonríes y asientes, guiñando los ojos en la luz roma, mantecosa, del mediodía. Curiosamente, el aire, aunque caliente como un horno, sigue límpido como el cristal, sin la reverberación espejeante a la que estoy tan acostumbrada. Y en el silencio agotado del mediodía lo que se oye son graznidos de algún arrendajo enfadado, no el zumbido hipnótico de las cigarras, verdadera versión sonora del calor machacante del Mediterráneo.
El campus, en verano, alberga apenas algunas docenas de estudiantes, y a niños, que pasan los veranos bajo la tierna tutela de monitores, en actividades cuidadosamente controladas destinadas a fomentar su creatividad, espíritu de equipo, tolerancia y yo qué sé qué más. Los pobres se apelotonan bajo la sombra de los nogales y las hayas, los abetos y los castaños, los robles y los sauces que pueblan el Quad, y juegan a juegos bien organizados con muchas pelotas de colores. Yo -hay que tener valor- suelo acercarme al Memorial Union a las horas más calurosas, justo cuando los niños están tumbados a la sombra, jadeando como perrillos. Los aspersores se pasan el día entero asperjando para mantener el césped en su celebrado estado de verdor, orgullo del corvallino (¿o corvallense?), y a estas horas el sol evapora el agua embebida en el suelo de tal manera que en el vapor cálido resultante el césped se cuece vivo, y el aire huele un poco a vegetales hervidos.
El remedio, si remedio se busca, es entrar a cualquier edificio y arriesgarse a una laringitis por el contraste de temperaturas. En plan más pedestre, se puede hacer lo que hice yo el domingo, que fue irme a la orilla del río. A la sombra de los árboles no se estaba mal, y se pueden ver garzas volando casi a ras de agua o, en su defecto, jóvenes en bañador desparramados sobre cámaras de neumático, dejándose arrastrar por la corriente, como langostas pálidas contra el agua color jade del Willamette.