Me he venido al pueblo el fin de semana…
(Huy, qué gustito me ha dado escribir esto. En USA la gente no se va al pueblo los fines de semana. En USA, o vives en el pueblo, o no vives en el pueblo. Pero no te repartes en proporción 7/5 entre un sitio y otro. No se van a ver a la abuela ni alquilan un pisito para las vacaciones. Eso que se ahorran. Los pisos son sitios donde vive gente pobre en las ciudades, la gente sensata vive en sus casitas individuales con jardín. Y en cuanto a la abuela, en el caso de que se acuerden de que tienen una, vive a dos mil kilómetros en su rancho en Wyoming, pongamos por caso, criando carneros, o vacas, o llamas, y los nietos no podían esperar a largarse de allí de todos modos. O quizá la abuela pase mucho de los nietos porque vive en una colonia New Age en la Baja California, fabricando su propio jabón y comiendo tofu y muesli. Así que la gente no va al pueblo el fin de semana, y por eso me ha dado gustito escribirlo. Es un poco como cuando te comes un caramelo Pez, de esos que no catabas desde el cole, y te da gustito cuando sabe igual a como lo recordabas).
Decía que este fin de semana me he venido al pueblo (mmmhh…). Mi pueblo se llama Navajas.
(Hale, va, esos listos, adelante. Venga. Seguro seguro fijo del todo sin duda de todas todas que no lo he oído antes. Es que segurísimo, a nadie se le ocurre. Sí, Navajas. Y los de Navajas somos navajeros. ¿Algo que objetar? ¿Eh? Vale, ya me parecía. Circulen, nada que ver por aquí).
Como no tengo coche, la opción lógica para ir al pueblo es recurrir al transporte público, en mi caso el tren, que me pilla cerquita.
(En Corvallis tampoco hay transporte público digno de tal nombre. La distancia, y un cierto esnobismo eurocéntrico, me habían hecho sobreestimar las bondades y la eficiencia del transporte público patrio. Se me pasó enseguida, nada más venir y empezar a usarlo).
Bueno, la estación pilla cerca siempre que no caigas en la vil trampa que nos atenaza a los que vivimos a diez minutos de la estación, que es creerse que llegas en diez minutos a la estación. Pero yo escarmiento en cabeza propia, así que he salido con tiempo y no ha habido problema alguno. Mucha gente en la estación; claro, es viernes. Y parecían todos de buen humor, esquivándose unos a otros con soltura y estudiando los entresijos de las máquinas expendedoras de billetes. Yo he ido a las taquillas, aprovechando, cosa rara, que estaban todas abiertas. Porque es viernes, será, digo yo.
(El taquillero también estaba sonriente, relajado, bromista. Le he dicho mi destino y, fingiendo confusión, me ha ofrecido una navaja suiza. Ja, ja. Pero bueno, se lo he dejado pasar porque era simpático y porque siempre se agradece una sonrisa en cualquier ventanilla. En USA todos sonríen, pero viene por un adoctrinamiento que haría sonrojar a la KGB. Aquí funciona sólo a medias, pero cuando funciona es más genuino. Si están alegres, están alegres. A tope. Pollyanna, a su lado, una pesimista).
Billete en mano, y sorteando viajeros y tenderetes de productos ecuatorianos orgánicos energizados, me he dirigido al tren, contenta al pensar en su interior refrigerado.
(Y no tan contenta al pensar en los asientos que, años ha, les dio por instalar en todos los vagones de cercanías. Debieron pensar que los que viajamos somos todos monjes zen que podemos perder el nirvana si nos sentamos en algo más muelle que una losa de granito. Lo harán por nuestro bien, imagino, eso de sentarnos en asientos en los que es imposible reclinarse, descansar los brazos, o adoptar cualquier otra postura que no sea la de una institutriz inglesa educada en la escuela del dolor. Es de suponer que los habrán diseñado con algún propósito ergonómico en mente. El propósito ergonómico es, sin duda, dar trabajo a los que escriben folletos de ergonomía sobre lo malísimo que es sentarse hora y media en un asiento que ofrece tanto soporte lumbar como unos zancos).
También había mucha gente en el tren. Claro, es viernes. Enfrente mío, un señor con camisa a rayas. Seguramente autónomo, pequeño comercio (no lo sé, pero vaya; tiene toda la pinta). A mi derecha, dos chicos y una chica que claramente tienen poca experiencia con los caballos de hierro. La chica dice en un momento dado que no viaja en tren desde los tres años. Lo encuentro difícil de creer. Me lo creo más cuando me pregunta «¿Aquí se puede fumar?», y luego se extraña cuando le digo que no. Enseguida se preocupa por la velocidad del tren y pregunta si va todo el rato así. El autónomo le dice que no.
(Acto seguido me mira y añade por lo bajo «Va más despacio», mientras me guiña un ojo. Están todos de muy buen humor. La chica se preocupa un poco por el balanceo normal al pasar por los cambios de vía. Se establece enseguida entre los tres amigos una conversación animada y a retales sobre la posibilidad de que vuelque el tren, dioses africanos, geología o algo así, porque uno dice que «las piedras brotan del suelo», y la duda sobre si se puede fumar en el área de antes de la cabina del conductor).
Yo intento acomodarme y fracaso. Pasamos por el paisaje ajedrezado de la huerta Valenciana bajo una luz de un gris hirviente y arisco. Los tres amigos no tienen muy claro cuándo llega la estación en la que se tienen que bajar; este tren es de los antiguos, así que no tiene la pantallita informativa ni la voz grabada que anuncia la próxima estación.
(La voz en los trenes madrileños es pausada, sobria y elegante como un rigodón. En los trenes valencianos la voz es chispeante y musical, y sube cinco tonos al final de la frase, como si le dieran paroxismos de gozo al decir aquello de «Próxima estación, ¡El Puig!»).
Como la confusión sigue, les dejo mi horario de trenes, que ellos estudian por turnos con intensa concentración, como si fuera los mandamientos de alguna deidad que considera que hay que adaptarse a los tiempos y que donde esté una imprenta que se quiten las tablas de piedra. Luego, la chica dobla cuidadosamente el horario y se lo guarda en el bolsillo.
(En Sagunto, la chica se fuma subrepticiamente un cigarrillo en el área de antes de la cabina del conductor. El humo que espira crea una sombra trémula y fugaz sobre la pared vainilla del vagón. Se bajan en Soneja y desaparecen de mi vida. Con mi horario de trenes).
La luz ha virado al color cobre. Estamos en las estribaciones azules y ásperas de Espadán, cubiertas de aulaga y pinos raquíticos. El sol se ha hecho más lento pero dobla esquinas y se cuela por cualquier sitio, borrando las sombras, dejando el cielo color azul genciana, e iluminando cada grieta migosa de la tierra granate, rosa y marfil.
(Está llena la estación. Claro, como es viernes… Alguien pregunta con desesperación a una chica que acaba de bajar si ha traído bolsas de basura. Se ve que sí porque lo siguiente que oigo es el chasquear de dos besos y un maullido de alegría).
En el pueblo son fiestas, la Virgen de Agosto y todo esto. Esta noche hay verbena en la Plaza del Olmo. Yo vivo en la Plaza del Olmo, y no cabe más que resignarse. Ya está toda la gente cenando en la plaza, en mesas largas cubiertas con manteles de papel blanco. Dicen que la naturaleza le tiene horror al vacío. Es posible, pero además, los veraneantes de Navajas le tienen horror al silencio.
(La orquesta, que ha terminado con las pruebas de sonido, da por sentado que la gente quiere ejercitar los pulmones, así que por megafonía suenan a buen fuelle las canciones de varios veranos. Esto hace que comience una espiral ascendente de voces que quieren hacerse oír por encima de la música, y de niños que quieren hacerse oír por encima de las voces de sus padres. Otro día me explayo).
Hay bingo antes de la verbena. El presentador adjetiva con la elocuencia habitual de este tipo de actos. Me siento muy, muy poco en Corvallis.
En fin: que me he venido al pueblo.