En realidad iba a ser de compras. Y tampoco tenía pensado contarlo aquí, porque el que yo me vaya de compras, pues qué queréis. No es de mucho interés. Pero hacía viento, y como nunca se sabe y la luz de la tarde era como de cera de panal, doradita y mullida, pues cogí la cámara. Por si acaso.

Ahora las tardes se acaban enseguida, de modo que al solecito le quedaba medio minuto, pero bueno, mientras se pudo, fue aprovechado. Y se agradecía, porque el viento cortaba.

Total. Que tirando fotos un poco al buen tuntún como se puede ver, y con grave riesgo de ser atropellada por algún peatón de los que trataban de pasar el menor tiempo posible en la calle (hacía fresquito), hago mi primer recado y me encamino al segundo. El segundo consistía en acercarme a Camelot, una tienda de juegos que hay cerca de mi casa, a preguntar por Betrayal at House on the Hill, un juego de tablero que me encanta. ¿No lo habéis jugado? Es muy divertido, y para lo que se lleva ahora, tiene una curva de aprendizaje muy suavecita.

Camelot estaba a reventar de jugadores. Se ve que había algún torneo de algo y la tienda tenía todo el idílico ambiente de una tarde de juego perfecta: olor a calcetín, escándalo de voces discutiendo estadísticas y estrategias, muuuuchas camisetas de diseños interesantes, y la luz de los fluorescentes de la sala de juego de la trastienda derramándose invitadora sobre los inminentes contendientes.

El sistema de Camelot para organizar sus juegos en los estantes, debo decirlo, se me escapa. Pasé un buen rato buscando el juego en cuestión (y dudando mucho ante unas golosas extensiones del Bang!), y finalmente me rendí, me abrí paso entre la multitud (creo que más que mi condición femenina, me abrió paso el estar blandiendo con aparente soltura una reflex digital) y pregunté. No, no tenían Betrayal; lo sentían mucho. Quizá la semana que viene.

Mi gozo en un pozo; para colmo, al salir, la luz bonita de la tarde se había ido. A guisa de consuelo me encontré una puerta la mar de evocadora, que de paso me contagió un bostezo y me dio unas ganas tremendas, pero es que tremendas, de meterle un dedo en la boca. Me aguanté, pero por poco.

Optimizando mi recorrido mejor que un autómata, hice la siguiente parada en el consabido, socorrido, trillado, y quizá por todo ello tremendamente útil, Corte Inglés. Había ambiente de prenavidad, con las luces ya puestas y una buena cantidad de gente copando entradas, salidas, accesos, y todo lo copable. Es ley de vida: aquí las escaleras mecánicas son para bloquearlas por completo, y si intentas ser lista e ir por los ascensores, te encuentras una cola de ¡catorce! mamás con cochecitos de alta tecnología y llantas de aleación formando una cola que llega hasta la sección de calcetines. Sí, catorce; los conté.

Sorprendentemente lo encontré todo con un mínimo de problemas y casi sin tener que esperar en las cajas. A la salida, sorteando viandantes con una facilidad que hubiera envidiado cualquier bailarín de limbo, usando las bolsas a guisa de lastre para equilibrarme en las curvas, oí detrás de mí la voz de una chica que decía, con alegre sorpresa:

–Qué guay, ambiente prenavidad.

–Sí –respondía su amiga en voz baja, aparentemente menos convencida. Yo, que esto de la Navidad me lo tomo más con filosofía que otra cosa, tracé mentalmente una ruta sorteando público consumidor que me llevaría a una acera menos transitada desde donde podría volver a casa por calles secundarias donde mis bolsas serían un obstáculo menor.

Cambié de idea al ver los camiones de Policía Nacional con las luces azules destellando en bonito contraste con el amarillo de las farolas de sodio. La curiosidad me llevó por la calle Colón, y allí me encontré esto:

Pues sí, una manifestación en contra de la educación. Digo, no, en contra de la reforma educativa. O del Conseller de Educación. O de algo. La cuestión es que a ritmo de tambores brasileños (a la cabeza), y de tabalets i dolçaines (por la mitad más o menos) y de otros hacedores de ruidos (que no especifico porque no llegué a ver el final), la gente se manifestaba con cierto espíritu fallero y socarrón. Había buen ambiente y las consignas se gritaban a coro y con buen ritmo; se ve que no hacía mucho que habían empezado. Me quedé un rato haciendo fotos (todas han salido fatal), con lo que la gente me confundía con prensa y me saludaba o ponía la cara de dolor de tripa que se le pone a la gente cuando cree que hay prensa cerca. Tranquilos, chicos; yo voy por libre.

El consiguiente corte de tráfico tuvo como feliz consecuencia que la calle Ruzafa estuviera cortada, con lo que volví a casa más tranquila que un ocho, y me di el gustazo de tirar una foto que no se suele poder tirar como no sea a las cuatro de la madrugada de un miércoles, que es la de la calle Ruzafa sin gente. Una niña con un gorro rosa vio la calzada sin coches y, chillando de felicidad, tiró de su madre hasta llevarla a rastras al carril central y echó a correr hacia los ya más lejanos manifestantes.

Y yo me fui a casa cargada de bolsas, cansada, agobiada, con la nariz peladita de frío, y feliz cual lombriz. Y colorín colorado, esta curiosa y variopinta tarde se ha acabado. Me sabrán disculpar, pero es que tengo una cita con el sofá y el gato.

P.S. El Qumana es un desastre. No existe ningún editor de blogs para Mac que le haga sombra al w.bloggar (que es para PC que yo sepa). Queda dicho. Snif.