Una de las pequeñas magias de la cocina que más me gusta es la caramelización. No solo porque el caramelo está rico, sino porque me fascina que la simple aplicación de calor pueda dar lugar a toda una (complicadísima, otro día lo hablamos) cascada de reacciones químicas que convierten la humilde, inodora y blanca sacarosa en un delicioso, aromático y tostado caramelo.
Mi tía abuela Rosa fue quien me enseñó, junto a mi prima mayor, a hacer piruletas caramelizando azúcar blanquilla normal mezclada con un poquito de agua, usando para ello una sartén vieja. Había que tener cuidado para no quemar la mezcla, la cocina acababa inevitablemente tan pringosa como nosotras, y el resultado (unos trozos irregulares y letalmente afilados de caramelo mal pegados a palillos de madera) era objetivamente pobre, pero imaginad el orgullo que sentíamos al haber hecho piruletas nosotras solas. La sartén no solía sobrevivir intacta al resultado.
Pero caramelizar azúcar es de cobardes; total, todo lo que tienes es sacarosa. Es mucho más divertido caramelizar azúcar con cosas. Sí, exacto: hablemos de cebollas.
La cebolla caramelizada, estrella y archienemigo de muchos platos modernos, es una maravilla de la física: un delicado equilibrio entre calor y tiempo y poco más. No requiere ingredientes exóticos ni equipos especiales, pero eso sí: la distancia entre una cebolla deliciosamente caramelizada y un engendro amargo y carbonizado es tan fina como el filo de un cuchillo.
El truco para caramelizar una cebolla correctamente no es añadirle azúcar: eso es hacer trampa. Las cebollas tienen azúcar intrínseco; algunas variedades más que otras. Así que hay que conseguir extraer con cariño los azúcares que contiene la cebolla y que se caramelicen a la vez que el resto de la cebolla se cocina sin quemarse.
Y esto no requiere más que aplicar alguna grasa como aceite o mantequilla, calor y paciencia. ¿Cuánto calor? No mucho: la sacarosa empieza a caramelizar a 160-170ºC. Si quieres freír algo tienes que llevar el aceite o similar a unos 180-200ºC. Como tampoco vamos a andar poniéndole el termómetro a la sartén, hay que dejar el fuego bajito y guiarse por el instinto y el olfato para empezar a detectar la deliciosa mezcla de bencenos, ésteres, furanos y otros compuestos aromáticos que se forman en un maravilloso baile sensorial. Tardará, eso sí: el proceso puede llevar 40 minutos o más de cuidadosa vigilancia y el proceso de caramelización no es lineal: cuanto más aumente la temperatura, más rápido nos acercaremos a la catástrofe carbonizada, así que hay que tener maña para controlar el fuego y la sartén.
Pero merece la pena, porque mira lo que has hecho: has convertido una sola sustancia en más de 100 sin más que encender un fogón.
Lo que os decía: pequeñas magias de la cocina. Solo que cuando sabes los por qués, es mejor que la magia.
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