Es un lunes helado y limpísimo; Corvallis huele ligeramente a lejía, con trasfondo de repollo. Stephanie, la fundamentalista republicana, que es grácil y delicada como un insecto palo, con cara de retrato antiguo, tez marfileña, ojos de hada y voz de cañería, llega al laboratorio -tarde- con una sonrisa de oreja a oreja y me aborda en la postura semiencogida de quien se prepara, ostentosamente, para un despliegue físico de gozo.
-Le han dado el trabajo a Paul.
Todo el laboratorio sabe de las entrevistas que su marido, Paul, ha estado haciendo la semana pasada. Son para un trabajo que es un poco de recepcionista glorificado, pero en inglés esos puestos llevan nombres chulos con cosas como «level 2» al final, y plaza de aparcamiento. Sé lo que Stephanie espera de mí, así que emito ruidos de contento y alzo la mano para un high five. Stephanie responde con dos manos para un double high five, pero como yo estoy sentada y ella de pie, la cosa queda en un double medium high five, y por consiguiente ridícula. Da igual.
Pasada la celebración, Stephanie se va a contarle la noticia a Huixian. Esta vez no hay high five, Huixian es más serio. No sé qué pasa luego porque me voy a regar las plantas.
A la hora del café se me ha olvidado el trabajo nuevo de Paul, porque Iovanna me intenta convencer de que Natasha Demkina, una niña rusa, tiene visión de rayos X. Todas estas cosas pasan en Rusia. A Iovanna le pone nerviosa que me atreva a dudar de estas cosas mientras no tenga pruebas; eso de «afirmaciones extraordinarias requieren evidencias extraordinarias» le suena como a mala educación. Además, según ella, una niña de 10 años ¿cómo va a poder engañar a nadie? No le cuento en detalle los casos de las hermanas Fox ni de las hadas de Cottingley porque no tenemos tiempo, que si no… Pero no me resisto a profundizar en el asunto de la criatura diagnosticadora esta. Diez minutos de preguntas socráticas bastan para hacer ver a Iovanna que ni ella misma se creía mucho de lo que me acababa de contar. A cambio, nos pasamos un rato muy divertido asumiendo que lo que dicen fuentes de toda confianza como The Sun es cierto, e ideando explicaciones para el extraño poder de la niña. Vaticino, ante testigos, que Natalia no pasará el desafío de Randi. Luego Iovanna me intenta convencer de que los zahoríes no aciertan una. Ya lo sé, le digo, pero en vano, no me escucha.
El resto del día pasa sin pena ni gloria, salvo por un encuentro con Larry. Larry es alto, delgado, de pelo canoso, con una sonrisa amplia de cimitarra y unos ojos azules raros porque tiene los iris como adamascados. Toca el cello -mal-, navega a vela es lector compulsivo, y y fan acérrimo de Patrick O’Brian, como yo (bueno, yo lo de la vela no; ni lo del cello). Últimamente anda melancólico porque se tiene que comprar un coche nuevo. Nos ponemos a hablar de SUVs, la nueva plaga de las carreteras. Cuando se nos une Pete acabamos como siempre: metiéndonos con Bush, que desahoga. Pero en voz bajita por si nos oye Stephanie; Pete y Larry le tienen mucho miedo. Yo no, pero no por ser valiente, sino porque los varones estadounidenses tienen un implante mental que les impide discutir con hermosas y gráciles jóvenes de extrema derecha.
Al llegar a casa me vuelvo loca y me pongo a leer los archivos de Aaiunea de principio a fin. Allá por Agosto de 2003 me da un ataque de risa floja que me incapacita durante quince minutos. De mayor quiero ser la amiga invisible de este blog; qué joya. A los favoritos va.
Claro, ahora me han dado las todas y mañana hay lab meeting a las nueve menos cuarto. A ver quién te mueve por la mañana, pero es que he pillado la postura…