Siempre había tenido a los rusos por gente práctica. En plena carrera espacial, cuando los estadounidenses se gastaban porrones de dólares para inventar un bolígrafo que pudiera escribir en gravedad cero, los rusos se llevaban un lápiz (es un caso que adoro de si se non è vero è ben trovato). Los rusos y ex-allegados siempre me han dado la impresión de gente que las ha pasado canutas, que las sigue pasando canutas, y que hace lo que puede por pasarlas menos canutas sin demasiado dramatismo ni acompañamiento de orquesta estilo Holywood; ellos van a lo que van.
Me he perdido algo, obviamente. La famosa melancolía rusa viene acompañada de una generosa guarnición de superstición internacional, al menos a juzgar por las declaraciones de Anatoly Perminov, el jefe de la Roskosmos, la agencia espacial rusa con nombre de maíz frito. La última misión tripulada que lanzaron fue la Soyuz TMA-12, y hay una nueva prevista para octubre de este año. Según Barrio Sésamo, debería ser la Soyuz TMA-13. Pero según Perminov, mejor que no, que da mala suerte: le cambiamos el nombre a la Soyuz TMA-14, en un nuevo ejemplo de discriminación triscaidecafóbica. Pobrecito número 13, que siempre se lo saltan cual charco.
No me voy a meter mucho con Anatoly Perminov, en primer lugar porque tiene nombre de medicamento antiácido, y en segundo lugar porque si sus declaraciones reflejan un miedo real al numerito de marras, dejar ahí el 13 se puede convertir en un caso de libro de profecía autocumplida y tampoco es eso. Pero es, como mínimo, chocante, que una especie que se escapa del pozo de gravedad de su planeta, y que aspira a explorar un cachito del cosmos y a tocar con sus manos (enguantadas) las piedras de otros planetas, siga asustada por un tipo de pensamiento mágico particularmente pueril.