Es lo que ha estado a punto de pasarme esta mañana. Y es un poco raro, porque suele ser al revés, o casi; en general son las bicicletas, que pululan por el campus en número abundante, con el alegre abandono de pilotos kamikaze, las que han estado más de una vez a punto de darme un disgusto. Pero en este caso acudía yo al laboratorio por la mañana un día lluvioso de otoño -qué potito-, leyendo mi libro –Nonzero– y medio pensando en las musarañas y en otros mustélidos relacionados -y otras cosas-, y al llegar bajo los pilares de ladrillo que soportan la majestuosa -por decir algo, y ya paro con los guioncitos- entrada a mi edificio, zas, he tenido que hacer una bella contorsión en el aire para no comerme un aparcadero de bicicletas que ha aparecido allí de la noche a la mañana, como un champiñón cualquiera.
Se entiende la cosa; Oregon es un estado muy natural y ecológico y, a pesar de la lluvia, mucha gente acude al campus en bicicleta. Pero, precisamente por la lluvia antes mencionada, mucha gente se va del campus con el culete mojado de apoyarlo en un sillín bien empapadito por el agüita que le ha estado cayendo encima todo el día, y luego vienen las gripes y los resfriados y esas cosas porque no es sano sentarse en sitios húmedos -esas risitas, que os estoy oyendo, un poco más de seriedad-, así que han tomado cartas en el asunto y han instalado dos aparcaderos, dos, bajo el resguardo de las columnas que soportan la altísima marquesina de entrada a mi edificio. Podrían haberme avisado, por poco me hernio. «La bicicleta inesperada», podría llamarse la viñeta de mi desmorre contra el suelo. Si me hubiera desmorrado, que no es el caso. Una es ágil, cuando le da por ahí.
No es el momento de comentar, después de haber hecho quedar tan bien a la administración de la OSU, que los otros cuatro aparcaderos de bicicletas siguen estando a la intemperie. Preveo revueltas y disturbios entre los alumnos por el privilegio de mantener sequita la bicicleta. Si es que no somos nada.
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