Ciencia de la de verdadEste fin de semana pasado estuve de minicongreso. Sí, sí, habéis leído bien, «mini». Y «fin de semana». Yo tampoco lo entiendo, pero os explico, veréis.
El jolgorio era lo que se llama un Satellite Meeting, es decir, una especie de minicongreso asociado a un congreso más grande, que tuvo lugar la semana anterior en San Francisco. La cosa es que mucha gente, mi jefe entre ellos, no tiene bastante con una semana de conferencias y posters y necesita mássss, máaaasssssss. De modo que organizó esta minijuerga, a la que invitó a una cincuentena de especialistas en mismatch repair, que es como se llama el campo en el que trabajo, y a nosotros, para hacer algo más de bulto y porque, al fin y al cabo, ¿qué mejor manera de pasar una tarde de viernes y un sábado entero, os pregunto?
No os preocupéis, no os lo voy a contar. Fue interesante, si estás en este campo, y fue pesadísimo, si estás en este campo también. Se cumplieron todas las tradiciones de los congresos: nadie respetó su tiempo asignado para hablar, los equipos audiovisuales dieron problemas, el programa no reflejaba con exactitud quién hablaba ni cuándo, y los períodos de 35 minutos al final de cada sesión destinados a coloquio desaparecieron tragados por las presentaciones de los ponentes. Sin embargo, como también suele ser tradición en estos congresos, la gente participó con ganas y entusiasmo, se plantearon controversias, y un holandés alto y lúgubre a quien se le entendía una palabra de cada siete dio una charla sorprendentemente brillante que despertó a todo el mundo cuando ya empezábamos a ajarnos cual violetas al sol. Se vio todo lo visible en mala elección de colores para las presentaciones (letras negras sobre fondo azul, ¿en qué cabeza demente cabe?). Se habló entre sesiones, y antes, y después. Se cotilleó sobre experimentos, técnicas, problemas. Se vio claramente que absolutamente todos los modelos presentados tenían algún contraejemplo aparentemente decisivo. Se comió fatal. El sábado por la tarde los asistentes pudieron disfrutar de las amplias oportunidades de ocio en Corvallis (visita a una bodega y paseos por el, eso sí, precioso campus).
¿Véis ese vasito humeante de arriba? Hollywood nos ha acostumbrado a pensar que la ciencia es eso: humos misteriosos borboteando en probetas, matraces y vasos de precipitados. Colorines. Blub blub, explosiones, batas blancas, cuentagotas destilando líquidos verdes en un tubo de ensayo. Pero en realidad todo eso no es más que hielo seco en agua: un poco de frío, un hervor de gas. Insustancial. La enjundia, el núcleo ardiente del que emana mucho de lo que ahora mismo nos, y os, rodea, está en esas reuniones de gente socialmente un poco inepta, a quien se le iluminan los ojos al hablar de un fotoproducto, que acude alegremente a por su almuerzo consistente en un sandwich, un paquete de papas, una galleta y una manzana, mientras a su lado un banquete pantagruélico dispuesto para jugadores de fútbol americano se burla de los fondos destinados a congresos. Esta es gente que se pasa nueve horas encerrada en una sala atendiendo a conferencias dadas con voz monocorde y mirando gráficos que cada vez tienen menos sentido. Gente que después de esas nueve horas y de una cena de buffet apenas más apetitosa que el sandwich se pasa otras tres horas mirando posters con más gráficos, y que al día siguiente se levanta a las cinco para conducir dos horas hasta el aeropuerto más cercano. Y que dicen, al despedirse, «Ha sido estupendo».
Claro que eso queda fatal en películas. Y no hubo ni una sola explosión. Por eso en el estadio de fútbol vecino caben 35.000 espectadores (en Corvallis viven 50.000 personas) y en la sala de conferencias cabían 200. Ciencia y realidad, lado a lado.