Hace unos días quedé en Madrid donde no queda nadie: en la estatua del oso y el madroño de la Puerta del Sol en Madrid. Lo cual tiene ventajas e inconvenientes, como el programa espacial. La ventaja es que el sitio es facilísimo de encontrar, incluso aunque seas de Madrid. El inconveniente es que, al ser facilísimo de encontrar, todo el mundo lo encuentra, y cuando llegas allí tienes que pasarte diez minutos eliminando candidatos de entre las dos docenas de ejemplares de fauna y flora que se apoyan contra los pedestales y los maceteros de alrededor mientras hablan por el móvil o, a veces, entre sí.
Así que allí llegué yo toda turista de mí y me dispuse a esperar pacientemente, pero no estaba escrito que me aburriera esperando, no; había un prójimo vestido con vaqueros y una camiseta azul toda llena de literatura, que cargaba un megáfono y una pequeña biblia en la mano, y estaba muy ocupado dirigiendo al público asistente un discurso largo y monotonal que me costó descifrar. Cuando por fin lo hice, lo que me costó fue contener la risa, porque al parecer el profeta en su tierra en cuestión se estaba dedicando a exorcizar la plaza, las calles adyacentes, a la concurrencia, y ya que estaba, también las malas costumbres y a la juventud, que siempre está en el punto de mira de todos, hasta de la propia juventud. Mientras se dedicaba a estos píos menesteres, con una mano alzaba la biblia y la hacía describir lentos círculos en el aire, un poco como el que agita una carraca; supongo yo que sería para asperjar un poco de divinas palabras aparte de las que nos asperjaba él verbalmente con una alegría comparable a la de un velatorio.
Así pasé un rato bien entretenida, pero la cosa dejó de entretener tanto cuando apareció un ciudadano vestido de manera similar, que deduje sería el relevo de la criatura, que ya debía estar quedándose sin versículos que citar. Pero más que relevo resultó ser refuerzo, y lo peor es que juzgó que la mejor manera de salvar nuestras almas no era mediante la palabra divina, sino mediante el divino don de la música, y se puso a cantar. Bueno, llamar «cantar» a lo que hacía es un poco como llamar «gastronomía» a lo que sirven en el McDonalds, creo que se me entiende. Al oso se le puso cara de querer salir corriendo, y el madroño se secó de golpe. Los amables ciudadanos que hasta entonces habían estado formando corro, no precisamente por interés espiritual, sino más bien por afán jocoso y ganas de cachondeo («¡Más alto que no se oye!», gritaban unos jóvenes ante la impasibilidad del apóstol), se quedaron callados y empezaron a alejarse a pasitos con expresiones aprensivas. Yo tenía ya el interior de las mejillas hecho virutas de mordérmelo para no echarme a reír a carcajada limpia, pero afortunadamente en ese momento aparecieron aquellos con quienes había quedado yo, así que nos ahorramos un disgusto y emprendimos un viaje iniciático por los bares de Madrid que culminó con la consumición de una muestra de carne de canguro. Que, no crean, está rica.
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