Es domingo. Sigo en Las Palmas. Ha salido, por fin, un sol amable y alegre como un girasol, de modo que he cogido la cámara y me he ido a pasear.

Varios miles de residentes han tenido la misma idea que yo, no era muy difícil, y la playa de las Canteras, eterno e inagotable objetivo de mis paseos y de mi, um, objetivo, estaba llena de gente. Mi destino esta vez era el Auditorio Alfredo Kraus, un edificio del que me enamoré a primera vista. Parece un cruce entre un castillo de arena, una fortaleza, y un palacio mitológico, amenazador, atravesado de hechizos. La hierática cabeza de Medusa tiene los ojos bajos, demasiado tarde para evitar el reflejo que la convirtió en piedra, pero las serpientes de su cabeza tienen los ojos bien abiertos, bien abiertos, y nos miran. Me parece que una de ellas hasta sonríe.

El atractivo paseo enladrillado está lleno de gente hermoseada por el sol. La luz es tan intensa que atraviesa los párpados hasta la retina, y llega hasta el cerebro, y lo sobreexpone; es una especie de KO lumínico. En este estado de ánimo benigno y lento, miro con placer, pero sin envidia, a los surfistas que aprovechan el viento constante (que no hace más que meterme el pelo en los ojos) para coger algunas olas. Más bien para dejarse rebozar por algunas olas, pero apuesto a que los breves segundos durante los que alguien consigue cabalgar una de ellas compensan todos los almuerzos de arena que algunos deben llevar en el estómago.

El viento es fresquito, y tirando fotos inacabables y redundantes a las olas, tardo un rato darme cuenta de que el sol se me ha metido hasta los huesos. De regreso, frente al Museo Elder, un par de chicos con zancos están regando a otros chicos vestidos de brotes verdes al son de una música alegre, infantil, coral y -en contexto- un poquito inquietante. No ayuda que haya muy poca gente en la amplia explanada, que tenga aún fresco en la mente el final de Cowboy Bebop, que la luz sea ahora de un amarillo acaramelado y el aire esté muy limpio, que la música haga eco contra un fondo de viento, contra el ladrido lejano de algún perro, contra risas de niños desde el Parque Santa Catalina. Patinadores en línea sortean un circuito de conitos de plástico amarillo. Uno de ellos, medio en broma medio en serio, hace una pirueta. El hiperboloide de hoja de la estación de autobuses resplandece como el marfil. Todo esto puede parecer muy raro, pero en este estado de ánimo no me parece raro nada.

Tengo la vaga idea de hacer más fotos cuando se ponga el sol; pero el horizonte tiene un telón de nubles gris, deshilachado y feo, así que abandono la idea y vuelvo al hotel, a ver películas de Miyazaki y a rematar un domingo merecedor de un puesto en el Top Ten de domingos.