Hay por ahí todavía algunas personas de bien, que por razones mejor conocidas por ellas mismas, siguen leyendo este rinconcillo. Una de ellas, que más que ser gente de bien, es gente de mejor, me ha dejado caer, con la sutileza de un yunque, que hace tiempo que no desempolvo la sala de lectura de esta vuestra biblioteca.

Es verdad, reconózcolo. Asúmolo. Laméntolo. Porque estoy vaga. Y poco inspirada. Podría poneros excusas, la verdad, se me da muy bien, pero ¿para qué? Las excusas suponen trabajo y yo, insisto, estoy vaga. Pero no porque no haya nada que contar. Ahora mismo, por ejemplo, estoy en otro mundo.

Todo empezó con un portal dimensional en forma de autopista.

Que sí, leñe. Parece que no, pero sí. Es una autopista cortita, de unos cien mil metros, terminada en una rotonda. Bordea un trozo de costa de una isla en forma de cacito llamada Tenerife. Y mi coche de alquiler la recorrió, cual bolita de pinball por vertiginoso corredor, porque así lo ordenaron quienes me pagan los vicios.

Pero he aquí que tras dejar la bolita, digo, el coche, aparcado frente a un hotel con fachada blanca y el aire ahíto y serio de un archivador, me di cuenta de que estaba en otra dimensión.

Le puede pasar a cualquiera. Entré en un vestíbulo de mármoles blancos, lámparas de araña y ficus agazapados contra ventanales, y me encontré abriéndome paso entre enormes cantidades de sandalias con calcetines, pantalones cortos, y camisas y camisetas de colores violentos. Carteles dorados proclamaban con flechas por dónde se iba a la sauna, o a la piscina, o al WC. O al, no se lo pierdan, piano bar, donde un cantante inglés ensayaba «Piel Canela» sin demasiado entusiasmo.

Estoy en un lugar, para que os hagáis una idea, donde para bajar a cenar sin desentonar dan ganas de ponerse las perlas y pintarse las uñas color rosa flamenco. Donde se juega al bingo, y se anuncia por megafonía el comienzo del aqua-gym. Donde cada noche un cantante inglés canta boleros con acento y sin ganas, y los matrimonios salen a bailar cerca del piano, muy juntos, con una sonrisa de oreja a oreja, mientras los clientes del bar consumen Manhattans y gin tonics.

Este delicado ambiente vetusto por un lado me encanta y por otro me hace el mismo efecto que un Valium (creo, nunca he tomado Valium. Es una licencia poética). Para combatirlo, estoy aprovechando el tiempo libre para leerme con calma The Greatest Show on Earth. Y cuando la elegancia de lo que allí se describe, y la brillantez con que Dawkins lo presenta, amenazan con afectar el aura soñolienta y reposada del hotel, contraataco con Last Call del siempre brillante, y a la vez siempre oscuro y fascinante, Tim Powers. Rodeada de casinos como estoy, una novela sobre tarot, póker, arquetipos, caos y probabilidades siempre deja mejor sabor de boca.

Si salgo viva de esta, ya iré avisando. Ahora tengo que dejaros, porque empieza el aqua-gym.