Pues yo creía que esto del desfase geográfico iba a ser algo más bestia, pero en realidad me he acostumbrado a toda velocidad al calor del verano, a los colores amarillos y sepia de la tierra, al verde oscuro de las encinas y a los edificios ¡de ladrillo! ¡Casas de piedra, dónde se ha visto! Aquí, claro.

Es una sensación rara ir por la calle y ver gente; bueno, en Corvallis se ve gente, claro, pero es gente que se limita a usar la calle para ir de un sitio a otro, y realmente cuando se les ve por la calle tienen cara de no estar allí, de estar de viaje. Aquí también hay gente de paso, pero tienen expresiones más vivas, más alerta. O me lo imagino yo, claro, que todo puede ser. O quizá sea porque suelo ir al pueblo con mi madre, y cada vez que pasa un coche de color aluminio, un color que le gusta muy poco, le grita «¡Lataaaaaa!», así con fruición, y eso digo yo que debe suscitar una leve curiosidad.

En el apartado gastronómico, y que me perdone mi amigo Pablo, debo decir que las cosas no van mal del todo. Esto es lo que se llama un «eufemismo». De los gordos. Ayer mismo estuve cenando en una taberna en Madrid y todavía me tiemblan las rodillas. Salvo que el camarero tenía el día despistado y se equivocó dos o tres veces, acabando por poner frente a mí el cortado cuando yo había pedido café solo, lo cual nos dio motivo para reflexionar gravemente sobre las preconcepciones sociales, las películas, las sutilezas filosóficas de Bush, y otros temas de interés. O a lo mejor fue el Ribera de Duero, no sé. De esta Pablo me mata, condenado al silk tofu y las pizzas congeladas de Corvallis.

Hoy hemos ido a un pueblo muy majo llamado algo de Manzanares, o Manzanares de algo (es que me pierdo con los nombres, que aquí por Madrid son muy serios), y de camino, enfilados directamente hacia la Pedriza, me he fijado en los brotes epidémicos de casas que hay por todas partes. Adosados, claro: se conoce que les ha gustado la idea. Los hay de color hígado con contraventanas verde oscuro, que parece que de un momento a otro vaya a salir Victor Frankenstein de una; los hay claritos y relucientes, con carpintería de madera clara, tan pulcros y pintados de un amarillo tan pálido que hace que bajo el sol tengan pinta de taquitos de queso; los hay de ladrillo, con tejados piramidales rematados en tragaluces que me dan la impresión de que dentro tienen un montón de acero cromado, no sé por qué. Los hay por todas partes, y donde no los hay, ya están apareciendo esqueletos de cemento rodeados de valla de alambre, prometiendo prodigios de lujo y comodidad a precios tan asequibles que es posible que la tercera generación ya haya terminado de pagarlos.