– Hola -dijo la señora del ramo de globos lila.
– Hola -dije yo.
Siguió un silencio de ascensor, en el que ambas nos perdimos en el estudio de las paredes metálicas, orwellianas, de la cabina.
– Bonitos globos -dije yo, con un gesto de las cejas hacia el espantoso ramo de globos lila atados con cintas rosa que llevaba ella.
– ¡Graciaaaas! -dijo ella. Empezó a decirlo en un tono octava y media por encima del tono normal, acentuando mucho la primera sílaba, para luego bajar hasta apenas dos tonos por encima del tono normal en un glissando muy apañaete que, todo sea dicho, me dio algo de dentera. Instintivamente retrocedí hasta apoyar la espalda contra la pared abollada del ascensor, porque tanta y tan repentina efusividad, expresada de manera tan cursi, por parte de una señora que lleva abiertamente un ramo de globos lila en la mano, tiene que ser peligrosa por narices.
El ascensor frenó con lentitud agónica de crisis espaciotemporal, se abrieron las puertas, y salió la señora con sus globos. Yo, por si acaso, pulsé el botón de sótano y di unas revueltas raras para no tener que encontrarme con ella.
Esto me pasa por soltar amables trolas sociales llevada por el extraño impulso que nos lleva a decir idioteces en los ascensores. Nunca más. A partir de hoy, tacet.
Por los senderos del Quad, que en verano están llenos de niños, un chaval de unos seis años con las uñas pintadas de rosa se aplicaba fieramente a dibujar un arcoiris rosa y lila sobre el cemento. Lo esquivé con habilidad y cierto pánico por si alguien me pedía una opinión sobre las dotes artísticas del cachorro.
Hoy no es mi día.