No, no va por ahí la cosa. Que os veo venir.
El otro día fui a cortarme el pelo. Como vaya donde vaya aquí hacen chapuzas, me metí en el primer sitio que encontré, que resultó ser un sitio de esos donde las aprendices van a practicar. Pos fale. La aventura es la aventura. Una jovencita muy guapa con facciones levemente orientales me dijo que se llamaba Sofía y que pasara por aquí. Por allí pasé.
Sofía resultó ser del tipo hablador, cosa que en general a mí me fastidia (suelo llevar un libro a la peluquería), pero ese día estaba yo también algo locuaz, así que hablamos un poco de su nombre. Se asombró de que supiera su origen griego; se asombró aún más de que supiera su significado. Yo me asombré de su asombro; no requiere precisamente una licenciatura en Estudios Clásicos saber estas cosas. Bueno, quizá aquí sí.
Dos minutos después se me pasó el asombro, porque Sofía, generosa en los detalles, me había contado prácticamente su vida entera. Hija de irlandesa y mejicano, criada en un pueblecito de Oregon de esos que hacen parecer a Corvallis el epítome de lo cosmopolita, profundísimamente religiosa y tozudamente ignorante, Sofía me cortaba el pelo y me ofrecía muestra tras muestra de lo que la sociedad estadounidense produce en materia de ciudadanos.
Primero me comentó, con cierto orgullo y entre risas, que no entendía la filosofía, y que de todos modos no le hacía falta porque tenía a Dios. Luego, hablando de esto y de aquello, puso mucho cuidado en explicarme, mal, la apuesta de Pascal, diciendo que era de Einstein. Siguió contándome que Dios la llevaba de la mano y que quería irse de misiones, intención que le alabé, preguntándole dónde tenía pensado ir. A Irlanda, me dijo. ¿A convertir católicos?, le pregunté yo, medio en broma, y ella, riendo, me dijo que sí. Enseguida, sabiendo que era de España, me dijo que creía que la doctrina católica tenía muchos puntos buenos, a lo que repliqué que por mí no se preocupara, que yo no era católica. Esto pareció preocuparle un poco, y me preguntó de qué religión era. Le dije que era atea, y la conversación decayó un tanto.
Poco después, quizá recuperada del shock, me habló de un amigo suyo ateo que se había convertido durante un «prayer meeting». Deseé lo mejor a su amigo. Indecisa ante mi estrategia no beligerante, dijo entre risas que la evolución era «sólo una teoría». Le dije que no, que era un hecho, y efectué un ataque preventivo pequeñito usando palabras largas y complicadas como «paleontología», «falsabilidad» y «evidencia» que hicieron batirse a Sofía en prudente retirada. Pasó a contarme que ella, además de cortar el pelo, baila (hip hop), toca la guitarra y el piano (y los bongos), y compone canciones. Una de las cuales, por cierto, estuvo inspirada en los intentos de una compañera de trabajo, Testigo de Jehová ella, de convertir a la dulce Sofía.
Las tijeras hacían snip snip y Sofía seguía regalándome con detalles de su vida y de su prometido, intercalados con ejemplos de lo tolerante que era ella con los que no eran de su religión. Luego empezó a lamentarse de la falta de vida religiosa en Corvallis. Aquí me atraganté, y le pregunté qué quería decir.
—Corvallis es la segunda ciudad menos religiosa de USA —me dijo muy seria.
—Gñgh… —dije yo intentando recuperarme del susto, mientras ella me lo aseguraba una vez más y yo me hacía cruces de cómo debían ser las cosas fuera, si se conoce a Corvallis, entre los españoles que la hemos visitado, como la ciudad con 100 iglesias y dos bares.
—Esto para mí es como el infierno —siguió diciendo Sofía, tristemente, barriendo alrededor de la silla. Yo le comenté que al menos en Corvallis tenía un montón de variedad de la que disfrutar: gente de todo el mundo, otras culturas, otras ideas, otros puntos de vista, todo cosas interesantes y que mantienen la mente activa. No pareció que mis palabras la animaran; hizo un mohín como indicando que no era eso lo que ella buscaba de la vida. Luego paró de barrer y se quedó un momento con la mirada perdida, reminiscente.
—Una vez un amigo me dijo que tenía la mente muy estrecha —dijo en voz baja. Pero casi enseguida su expresión se iluminó—. Yo le dije que mejor, porque la Biblia dice que la puerta del cielo es estrecha. Y yo quiero entrar por ella.
—No te preocupes —respondí—. Entrarás.
Me sonrió, una sonrisa radiante. Yo pagué y me fui en silencio, buscando la luz amarilla y tranquilizadora del sol de invierno. Me sentía un poco como si hubiera pasado un rato en otro planeta.