Me estoy dando cuenta de que al considerar Valencia un lugar familiar, por algún cortocircuito neuronal me da la impresión de que todos los que me leen deben considerarlo así también, y que por tanto se aburrirían si hablo de sus fachadas de confitería, el calor áspero y pegajoso de su verano, el olor sinfónico del mercado de mi barrio, las papeleras quemadas formando extrañas esculturas de Gaudí, como insectos alienígenas abrazando las farolas en una maraña de tentáculos oscuros y bulbosos.
Con todo lo curiosa, brillante y bonita que es esta ciudad, en verano la gente que no cuenta con aire acondicionado en casa suele querer escapar a cualquier lado donde se pueda respirar y el más mínimo esfuerzo físico no te convierta en una especie de saco deshuesado hecho un montoncito sobre un charco de sudor. Y eso hice yo el fin de semana pasado: me dispuse a tomar el tren para ir al pueblo, donde el calor es más primario y contundente, pero también más soportable. Esto fue lo que hice.
Llegué a casa a las horas más calurosas del día, me puse zapatillas de deporte, metí una muda de ropa y unos catorce quilos de equipo electrónico en la mochila, y salí con tiempo de sobra para llegar a la estación y coger el tren. Hasta que me di cuenta de que no tenía suelto para el billete.
Ningún problema, me dije, caminando con paso disciplinado y respirando a compás el aire húmedo y recalentado. Hay cajeros en la estación, y tengo tiempo. Me acomodé mejor la mochila y apreté el paso, sintiendo avanzar la deshidratación como una papelera alienígena súbitamente animada metiendo los tentáculos en mis pulmones.
Viernes tarde, el precioso edificio de la Estación del Norte de Valencia suele estar lleno de viajeros más o menos despistados. Crucé el bellísimo vestíbulo modernista, truncando colas de gente en las taquillas, para llegar a los tres cajeros disponibles en el edificio.
Dos de los cajeros no funcionaban.
Con los segundos corriendo más que yo, esperé en la cola del tercer cajero dando golpecitos impacientes con un pie, mientras una chica hacía largas y aparentemente innecesarias preguntas al sistema electrónico del cajero, que pitaba como un mal ordenador de serie B de ciencia ficción. Cuando llegó mi turno, saqué dinero con una eficacia que hubiera dejado perplejo a HAL 9000, y troté a buen paso hasta las taquillas. Había tanta gente en las taquillas «de verdad» que me desvié sin dudarlo hacia las máquinas automáticas, de las cuales sabía que tres aceptarían los billetes que acababa de sacar de mi anémica cuenta corriente.
Dos de las máquinas estaban fuera de servicio.
De haber sido yo el Conde de Montecristo, la escena hubiera sido mejor, con gotas de sudor perlando mi alta frente y la palabra «¡Fatalidad!» brotando de mis labios exangües, o algo así, pero visto que no lo soy (podéis preguntar a cualquiera), me limité a soltar un taco entre dientes, fulminar con la mirada a la chica de delante de mí que no sacaba el billete con la velocidad requerida, hacer gala de nuevo de mi increíble pericia pulsando teclas y, empuñando el billete y el cambio, corrí hacia el andén, con apenas segundos de tiempo.
Ahora bien: correr un mediodía de verano en Valencia, cargando catorce quilos de equipo electrónico a la espalda, es ya de por sí bastante duro. Hacerlo con zapatillas de deporte en un vestíbulo sobre el que las zapatillas de deporte resbalan como patines sobre hielo, añade al problema una interesante complicación y el potencial para una gran escena de slapstick. Sólo por añadirle un poco de picante a la cosa, el tren estaba en lo que se llama eufemísticamente el «sector C» del andén, lo que quiere decir en el quinto pino. La acariciadora voz electrónica de megafonía me recordaba en dos idiomas que la salida del tren era inminente. Gracias, muy amable, tenía una ligera idea.
La cámara retrocede y nos ofrece una panorámica del amplio vestíbulo de la estación. Entre el movimiento browniano de los que esperan y las colas enristradas de maletas de los que van a entrar en los trenes de larga distancia, hay una figura que trota hacia el sector C de una de las vías. «Trota» es una palabra demasiado grácil y pizpireta para lo que estoy haciendo. Tengo que apoyar el pie perpendicularmente en el suelo a cada paso si no quiero resbalar y darme una galleta espectacular, pero como también tengo una prisa loca, lo que hago es una especie de mezcla entre los andares de Frankenstein y el trote basculante de un camello, comparación esta última todavía más apta por la joroba hi-tech de mi mochila.
La historia tiene un final feliz, porque nuestro héroe el Conde de Montecrist… ehm, que diga, porque llegué al tren, con la lengua fuera, quince segundos antes de que se cerraran las puertas. Me desplomé en un asiento con un jadeo agónico la mar de espectacular, asustando a los demás pasajeros, y me recuperé lo bastante como para felicitarme por mi suerte y pericia en el manejo de dispensadores electrónicos de cosas durante el breve trayecto a la estación en la que tenía que hacer transbordo.
Cuando llegué (creíais que la cosa había terminado, ¿eh? ¡Pues no!). Cuando llegué, decía, a la estación en cuestión, dejando el incómodo pero fresquito asiento, me arrugué como una pasa bajo el calor aplastante y decidí emplear los 8 minutos de tiempo hasta la salida del siguiente tren en pasar por una máquina expendedora -viejas amigas a estas alturas- y comprar una botella de agua.
La máquina expendedora estaba estropeada.
Las alternativas eran, cincuenta minutos de viaje con sed, o una rápida parada en el bar de la estación, afortunadamente vacío a esas horas, salvo por unas cuantas moscas jadeando patas arriba en una de las mesas. Un camarero retiraba los platos sucios de una mesa con toda la velocidad de un glaciar. Le pedí una botella de agua. Él asintió amablemente, cogió un plato sucio y dobló una punta del mantel de papel.
-Mi tren va a salir -dije. Él asintió de nuevo.
-Enseguida -dijo. Miró el plato que sostenía, lo pensó mejor, lo colocó sobre otro plato sucio, puso encima dos vasos, pensó de nuevo, quitó los vasos, los puso sobre el mantel doblado, levantó los platos, los volvió a dejar en la mesa pero en otra esquina, se quedó mirando el conjunto con el aire pensativo de un jardinero zen. Mis nervios no estaban en su mejor momento, pero le pagué, y hasta le di las gracias, cuando me dio el agua y yo galopé de nuevo, ya con menos fuelle que una babosa en el Sahara, hacia el tren, que por su parte estaba cerrando las puertas bajo la orden terminante del jefe de estación.
-¡Espere, espere! -jadeé, sacando fuerzas de flaqueza que en este caso hubieran hecho al Conde de Montecristo parecer la Dama de las Camelias. Me oyó (afortunadamente no era una máquina expendedora), detuvo el tren, me abrió la puerta, y yo me desplomé en el interior refrigerado del vagón donde, tras esquivar el peligro de un ataque cardíaco, proseguí pacíficamente mi viaje al pueblo, sin más incidentes dignos de mención.