Como prometí, he aquí la primera parte de las notas que fui tecleando en el portátil, por puritito aburrimiento, mientras varios aviones me llevaban en volandas sobre los Estados Juntitos y el Atlántico y esos sitios raros. Luego no digan que no avisé.
06:59 (hora de Oregon); 15:59 (hora de Madrid)
Voy como una sanguijuela, persiguiendo asientos cerca de enchufes para poder conectar el portátil a la red y ahorrar baterías, que bastante gasto haré en las próximas horas. Cuando intenté lo mismo en Chicago no pude encontrar un enchufe así bajara de los cielos San Filamento Bendito, pero Portland tiene un aeropuerto más casero y amable y no hay problema al respecto. En Lansing tampoco hubo obstáculos, ahora que me acuerdo.
No he pegado ojo: los nervios, y mi manía de dejar cosas para última hora. Entre eso y que esta mañana me he levantado a las siete, hace ahora exactamente 24 horas que ando por el mundo. Y me quedan, a ver, mñbsnsnmlblbm… diecinueve horas y media más, así a ojo piojo. Yupi yupi.
Al menos los viajes en avión son clarísimamente predecibles, y sólo hay dos enemigos a batir: el aburrimiento y los calambres musculares. Sé que este vuelo va repleto, y me han dado un asiento en la mitad de la fila (arggg, grrr, puaj, mbrbrbrmñ). Pero en el vuelo transatlántico me toca pasillo, lo cual está bien, y en el vuelo transeuropeo me toca ventanilla, lo cual podría ser peor.
Aunque los registros de seguridad siguen siendo poco menos que anatómicos, la gente se lo toma con muy buen humor. Son todos muy amables, bromean, sonríen, se dejan pasar unos a otros, esperan con paciencia a que los raritos desempaquetemos el portátil para dejarlo en su bandejita individual. La bandejita individual debía estar pensada para cargar hamburgesas o latas de Coca-Cola, porque ni uno sólo de los portátiles se ajusta. Los Dell como el mío son demasiado anchos, los Toshiba planitos y relucientes demasiado largos, los modelos anticuados demasiado gruesos, las maravillas de la técnica de diseño finlandés combinan fatal con el plástico gris…
Estoy al lado de la ventana, viendo cómo los aviones llegan, aparcan y son alimentados y mimados por el personal de tierra. La cosa es bastante menos emocionante después de la primera hora, ¡si al menos llegara un piazo Jumbo como el que vi en Chicago una vez…! Era un leviatán de cuatro pisos de alto, remolcado por lo que parecía una zapatilla, y que de repente se encontró conectado a enormes tubos multicolores como una Gorgona grunge; por debajo corrían operarios llevando a cabo misteriosas pero sin duda importantes tareas, como bandadas de camarones acicalando a un gobio gris, azul y cachazudo. Los aviones de ese tipo tienen mofletes y cara de sueño.
La otra opción de entretenimiento, aparte de jugar al solitario en el portátil (y tengo demasiado sueño para concentrarme) es mirar a mis compañeros de viaje. Vale, mirados: están todos fritos. Es demasiado temprano para poder llevar con dignidad lo temprano de la hora, si ustedes me entienden. Una mujer rubia y ligeramente aguada viaja con una bolsa que lleva dentro un gatito. El gatito está jurando en arameo; claramente no le gustan sus dependencias, por más que la dueña (si estuviéramos en California sería la «cuidadora») meta la mano en la bolsa y ofrezca el consuelo de su presencia.
Están llevando las maletas al avión, ¡tuto, miedo! Siempre tengo la ingenua idea de que voy a poder ver la mía mientras la llevan al avión en esos trenecitos, verde y rígida, y si no la veo ya me imagino a mi pobre ladrillo de Samsonite emprendiendo rumbo a Djakarta sin mí. El trenecito va con sedado paso de procesión y vuelve a velocidad supersónica.
Si bostezo con más energía crearé un vórtice de vacío. ¿No podrían poner hamacas o algo en los aviones? Lo malo es que también tengo un hambre que me fagocito, y la duda me corroe: ¿me duermo, y me pierdo el desayuno, o me quedo despierta, y ando zombie hasta llegar a las Azores? ¡Decisiones, decisiones!
Hala, ha pasado otro carrito y tampoco he visto mi maleta. A Novosibirsk la envían, fijo.
Le están haciendo una transfusión al ala del avión, pero a base de bien. Mientras, el corralito se va llenando de sufridos viajeros. No pongáis esa cara de mártires, no, que la que ha venido de Corvallis a 90 millas y pico es nena. Menos mal que no conducía yo, sino Pablo, majo que es él, y que además David se ha apuntado a la juerga, y así el viaje ha resultado muy agradable.
Bueno, es oficial: tenemos piloto. Y azafatas. Acaban de pasar. Todos los pilotos son esbeltos, o al menos distinguidos. Este tiene el pelo plateado y gafas de montura metálica. Las azafatas han sido liofilizadas por años de exposición al aire frío, metálico y gastado de la cabina.
Ahora también tengo frío. No, si la cuestión es quejarme…
Creo que van a llamar para embarcar. Cierro.
13:10 (hora de Oregon); 16:10 (hora de Washington); 20:10 (hora de Madrid)
Oye, pues hemos llegado a Washington y todo… ¡Qué frío hacía en el avión al principio! No sabía cómo encogerme para minimizar la superficie de piel expuesta a las ráfagas gélidas. Luego se me ha ocurrido cerrar el pirulito ese que tira aire, y la cosa ha mejorado bastante. Lo que hace la falta de sueño…
Al final he optado por desayunar, pensando que con un poco de combustible en el cuerpo lo del sueño no sería tan grave. Y así ha empezado la vida pequeñita de los aviones. El asiento compacto, que según todos los anuncios de líneas aéreas es un prodigio tal de comodidad que para sí lo quisieras en el salón de tu casa. La bandejita con versiones en miniatura de aproximaciones de sucedáneos de imitación de comida. Los pancakes del diámetro de un ratón. El tarrito de jarabe. El vasito rebosante de hielo donde el zumo se diluye hasta extremos homeopáticos. Los cubiertos de plástico negro, blandos y flexibles como spaghetti cocido, con los que se hace difícil cortar un pancake, no digamos ya algo de más sustancia. La barquita con tres trozos de piña medio seca y ácida como el demonio y cuatro trozos de melón verde químico, frío como un témpano. Como está visto que no aprendo, he pedido café, pensando que la cafeína me vendría bien, pero un sorbo ha sido suficiente para recordarme que siempre, siempre, siempre me juro a mí misma que jamás pediré café en el avión, y que nunca, nunca, nunca, cumplo mi juramento. Achaquémoslo de nuevo a la falta de sueño.
Luego me he dormido. Algo hay que hacer, y no estaba yo por la labor contorsionista de sacar el portátil y teclear con los codos dentro de los límites del teclado. No sé por qué no ponen unos reposacabezas a los lados del respaldo, para tronchar ahí tan ricamente; creo que lo hacen por fastidiar.
Dormir, lo que se dice dormir, no he dormido; pero he alcanzado un estado de duermevela suficiente como para pasar casi dos horitas, y luego han servido un aperitivo, y la horrorizada fascinación que me ha provocado estudiar cada uno de los elementos del mismo me ha servido para despertarme hasta un nivel aceptable.
Así que ahora estoy en Washington. Como si no, oiga. Es un aeropuerto muy normalito, moqueta gris, paredes blancas, sin los alardes de neón del Chicago O’Hare ni la fealdad color tabaco del JFK. La gente está, en conjunto, más delgada que en Oregon, y es de más colores más divertidos. Sigo teniendo sueño, pero, a lo tonto a lo tonto, entre que encontraba la puerta y tal, se me ha pasado la horita y pico de espera y faltan veinte minutos para la hora oficial de embarque.
Y ya no falta nada y estamos embarcando. Bueno, están, que son los enchufados de primera. Hora de recoger la paraeta y avanzar de uno en uno y con el pasaporte en la boca.
Continuará con el vuelo transatlántico. ¿Será buena la película? ¿Qué me darán de cenar? ¿Y para el desayuno? ¿Conseguiré no pasar frío? ¿Veremos un OVNI? Próximamente en La Biblioteca de Babe
l, ¡su blog amigo!
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