Y he aquí el final de la crónica, para solaz y esparcimiento de propios y extraños. O al menos de los propios y extraños que sigan por aquí y que no hayan sido tragados por la vorágine agosteña…

16:04 (hora de Oregon); 01:04 (hora de Madrid)

A bordo. La pena es que aunque Lufthansa opera el vuelo, el avión es de United. Me gustan más los aviones de Lufthansa; tienen más sitio y son más molones. Este avión lo que tiene son pantallitas individuales de televisión en el respaldo del asiento de enfrente, y puedes cambiar de canal y todo, como en casa. Y no hay nada bueno en ningún canal, como en casa.

Estamos ahora en zona de baches, pero no se nota porque no es como si estuviera escribiendo a mano y se me fuera la mano. Hombre, lo de acertar con la tecla correcta presenta un reto interesante, pero después de corregir, ya no se nota.

Juer, qué frío hace también aquí. Lo malo es que en estos aviones grandotes tengo el pirindolo de echar aire como a quince kilómetros de mi mano, voy a ver si me camelo al del asiento de al lado, que es alto, para que lo cierre. Qué astuta perfidia la mía. Es que ni Mata-Hari.

Todo esto sigue siendo falta de sueño; había conseguido caer frita entre ataque y ataque de tiburón en el Discovery Channel (siempre que pongo el Discovery Channel están atacando los tiburones, se conoce que les gusta), y va y me despiertan para la cena, o la comida, o lo que sea, que ya ando toda trastocada con esto de los ritmos circadianos. Menos mal que estaba rica, y calentita (el catering de Lufthansa es el mejor de los que he probado). Menos mal también que el cielo se ha esperado a tener baches hasta después de comer, que si no me veo todas las pechugas de pollo bailando alegres por el aire y chocando con los trozos de lasaña con multicolores salpicones de tomate y carlotas hervidas. Lo cual, para qué nos vamos a engañar, daría mucha variedad al vuelo.

Otras noticias de interés: he conseguido no pedir café, y me he bebido una taza de té algo áspero pero aceptable, que siempre cae mejor en la tripita. Y he conseguido sacar el portátil, que va bien de batería (ya puede, lleva dos, cargadas a tope) y aquí estamos ambos, como en los viejos tiempos, tecleando al buen tuntún mientras cada tres minutos y medio nos interrumpen a los tiburones en la tele para decir que sigamos sentados con los cinturones de seguridad abrochados, gracias. Inmediatamente después de cada aviso el avión sufre un tembleque. Para mí que lo de la turbulencia es un camelo, y que lo que pasa es que el capitán tiene el día cachondo y se divierte haciendo el caballito con el avión o algo.

Me está entrando la sopa otra vez… Bueno, tampoco es que tenga que ir a ningún sitio las próximas cinco horas…

19:38 (hora de Oregon); 04:38 (hora de Frankfurt y de Madrid)

Bueno, no han sido cinco horas, han sido tres y pico. Debo haberme dormido porque de repente me he despertado toda retorcida como una gusana en un anzuelo. La pantallita del asiento me informa con amabilidad de que me quedan dos horas y media de viaje, poco má o meno. Vamos derechitos hacia una ciudad de Irlanda que se llama Limerick, ya ves tú lo que son las cosas. Tenemos viento de cola de 112 Km/h (¡hala!), hemos cubierto ya 4730 Km (¡andaaa!), y volamos a 11277 metros de altura (¡ahí vaaa!). Y la velocidad del suelo (siempre me hace gracia eso) es de 1022 Km/h, para el que le interese. Y fuera hace un frío que pela, casi tanto como aquí dentro. Esto para los que gusten de datitos, hale, ahí queda eso.

Hace unas tres horas nos indicaron sutilmente que era hora de dormir apagando todas las luces; les ha faltado cantarnos una nana. Pero la gente se está despertando ya, y recorren los pasillos con cierta inútil determinación, como si tuvieran prisa por llegar a alguna parte. En realidad todo es desesperación pura, ganas de moverse. Yo no estoy mal, pero la gente más corpulenta debe pasarlas canutas embutidos siete horas y media en un asiento todo lleno de obstáculos a tu paso: que si los reposabrazos, que si el cinturón de seguridad, que si el respaldo del de enfrente, que si la bolsita de mano del tamaño de Gibraltar que llevas las últimas cinco horas intentando embutir a patadas bajo el asiento… Sólo Spiderman se sentiría a gusto con las contorsiones necesarias para sentarse por estos pagos.

Voy a poner otra vez la tele… ¡Anda, tiburones en el Discovery Channel! ¡Qué sorpresa!

Me quedo viendo el mapa, que es más divertido. El piloto tiene buena puntería: seguimos con la nariz apuntando directamente a Limerick. ¿Sabéis lo que es un limerick? Es una rima inglesa con un ritmo muy predeterminado y de un tono cuanto más subido, mejor. Va un poco así:

Tam TAM tam tam tam tam tam tam
Tum TI tum ti tum ti ta tam
Ta TI tum tum tam
Ti TA ta tum tam
Tim TAM tam tam tam tam tam tam

Pueden ser muy divertidos, y cada dos por tres se ven concursos de limericks por Internet. Annals of Improbable Research tiene algunos geniales. Pero son intraducibles.

Limerick, de todos modos, va a quedar a nuestra izquierda a medida que el avión se desvía hacia Francia. Digo yo que podría desviarse un poquito más ya y parar em Madrid, ¿no? Menuda tontería de vuelta te hacen dar. Además, según el mapa, ahora mismito el avión es el tercer vértice de un triángulo casi equilátero cuyos otros dos vértices son Frankfurt y Madrid. Jolines, pues que paren. Mira, mira, ahora volamos sobre Cork. Mira que llamar «corcho» a una ciudad…

Voy a parar de decir tonterías un rato.

22:42 (hora de Oregon); 07:42 (hora de Frankfurt y de Madrid)

Es casi como si ya hubiera llegado. ¡Estoy en Europa! Se nota bastante, la verdad. El aeropuerto de FRankfurt es un sitio reluciente, elegante, sobrio, bastante funcional. Lo primero que me ha llamado la atención es el olor: los aeropuertos estadounidenses huelen, siempre, a comida. Sea pizza, hamburguesa, bollos de canela o kebabs, prácticamente todo lo que se ve alrededor es comida. El aeropuerto de Frankfurt huele a perfumes: Lancôme, Christian Dior, Rochas. Y a revistas. Y a periódicos.
Muestra diferentes tipos de prioridades en el público

Como tenía tiempo, me he tomado con calma lo de encontrar la puerta de embarque. Y menos mal que tenía tiempo, porque las señales me han llevado por un laberinto, subiendo en ascensores, bajando en ascensores, recorriendo larguísimos túneles que serían monótonos de no ser porque luces indirectas derramaban cascadas de colores cambiantes en las paredes curvadas, y de vez en cuando sonaban inopinados tonitos de sintetizador, como si una orquesta de gnomos electrónicos se escondiera tras los plafones del techo.

Pero ya he encontrado la puerta; ha sido un sano paseo de unos veinte minutos, que me ha servido para estirar las piernas, para comprar un adaptador de enchufe para el portátil (que no tenía), y ahora mismo para conectar la fuente de alimentación a un enchufe servicial que he encontrado y así ahorrar mis queridas baterías, que las tengo más mimadas que para qué.

El público que camina despacito por esta terminal larga y de reluciente piedra gris está formado sobre todo por hombres en traje de negocios y algunas mujeres altas y muy esbeltas. La gente viste incomparablemente mejor que en USA, y de repente paso a sentirme totalmente pordiosera (en Corvallis, si me salgo de mi vaqueros-y-camiseta, lo cual ha ocurrido creo que unas siete veces en tres años, siempre me siento demasiado vestida). Todo es muy tranquilo, muy organizado, y utilitario; nada de los ataques directos a la cartera que sufres en América, donde es difícil doblar una esquina sin encontrar un puesto de venta de lo que sea.

Fuera hace un día ligeramente neblinoso, de luz color latón y cielo agrisado por una capa de smog. A mi izquierda, la pared de la terminal es toda de ventanales, y se ven pasar los aviones como trenes por
una vía, desde aeronaves pequeñitas con pinta de tubo de pasta de dientes hasta bestias transatlánticas achatadas por los polos. Casi parece que como el piloto se despiste la punta del ala va a rayar los ventanales.

Dejemos aparte el tema costumbrista y centrémonos en el biológico: estoy toda trastocada, con el tipo de sueño sordo y pesado, dos capas por detrás de los párpados, que me ataca en estos casos o tras una noche entera de estudio. Ni hambre ni sed, ni frío ni calor, sólo esta especie de magullamiento general de baja intensidad y un deseo inexplicable de comerme una sandía y de apretar la cara contra la hierba. Es curioso, porque en Corvallis, a las once de la noche, que es la hora que mi cuerpo tiene ahora mismo, no me suelen entrar ganas de comer sandías.

¡Mira, mira! Ya aparcan el avioncito que nos llevará a Madrid de aquí a poco más de una hora. Es chiquitín, con la cola azul y en ella el pajarito anoréxico del logo de Lufthansa. Las azafatas serán delgadas, elegantes, guapas y ligeramente intimidantes. Al piloto no se le entenderá una cuando hable en inglés (en alemán no sabría deciros).

¡Oooooooy! ¡¡Un avión de Iberia, he visto un avión de Iberiaaaaa!! Qué horror, me he puesto toda emosioná. Pero es que da como cosa, después de tanto tiempo. Mejor lo dejo antes de que oiga a alguien con acento de Valencia decir algo y tengamos una escena.

Vale, aventura al canto: he aquí que me dirijo feliz a la puerta de embarque, y en la pantalla veo que el vuelo era a Düsseldorf, no a Madrid. Pregunto. Han cambiado la puerta de embarque, me dicen. Hala, ¿y cómo no me he enterado? Porque estaba demasiado ocupada escribiendo en el portátil, por eso. Menos mal que tengo tiempo, porque la puerta de embarque está, de nuevo, en la otra punta del aeropuerto: vuelta por el mismo camino por el que he venido; otra vez por el túnel de colorines con los gnomos electrónicos, las tiendas que huelen a Lancôme, los quioscos repletos de revistas, de esos que no se ven en USA. De haberme enterado antes, el trayecto desde el avión de Washington a la puerta de embarque hubiera durado la friolera de tres minutos y medio en lugar de los cuarenta minutos que me he pasado pateando terminales. Pero bueno, tampoco tenía nada mejor que hacer…

01:42 (hora de Oregon); 10:42 (hora de Madrid)

El pasaje está compuesto casi en su totalidad por un grupo de estudiantes, o de algo, que vienen de algún viaje parroquial a juzgar por (a) la presencia de un cura en el grupo; (b) la presencia de una monja en el grupo; (c) las cruces que casi todos ellos llevan al cuello, y (d) cierto aire vago e inconfundible a grupo parroquial. Aparte, o injertados, no sé, están los integrantes de algo llamado «ARA», grupo folclórico de Madrid.

Es justo el tipo de pasaje calculado para provocar pesadillas en la azafata más flemática: no paran quietos, ocupan los pasillos, se cambian de sitio con alegre abandono, forman grupitos de rodillas sobre los asientos, hablan entre sí a gritos con amigos siete filas más allá… Es todo tan totalmente diferente de cómo son las cosas en la porción anglosajona del mundo que se me ha puesto la mirada curiosona y algo boba de una turista.

Se ven los Pirineos por la ventanilla del avión. Diecinueve meses desde la última vez.

Estoy en casa.