Jugando hoy con el mando a distancia me he encontrado de manos a boca con una película en un estado lamentable. Era alguna producción de bajo presupuesto de los sesenta, una historia de esas con castillos y malvados señores feudales y héroes en doblete y heroínas rubias en corsés anacrónicos, pelucas impermeabilizadas con laca, y pesado maquillaje lleno de sombra de ojos y perfilador. Por no tener, no tenía ni el encanto ingenuo de otras películas que con cuatro duros y dos decorados pueden hacerte pasar un buen rato.
No sé dónde había estado guardada esta cinta. Probablemente en un granero. Uno viejo, con goteras. Y ratas, quizá. Y apuesto a que alguna araña lo usó de soporte para una tela y luego tuvo setecientas crías que también se instalaron en el celuloide. Luego metieron un caballo en el granero, que como tenía diarrea se puso de mal humor y pisoteó la lata de la película. Y luego alguien la rescató, la metió en la lavadora, la vendió a una cadena y la emitieron.
Tantas emociones dejaron la cinta algo pocha, cubierta por un velo de viuda hecho de rayitas y motas y decoloraciones espásticas. La banda de sonido sonaba desincronizada y extrañamente monotonal; el malo y la chica hablaban con la misma voz, moviendo los labios en los silencios, y soltando discursos con la boca cerrada. Las escenas nocturnas se habían convertido en una masa informe de bultos grises, lovecraftiana y rasposa. En las escenas al aire libre el color se había convertido todo él en el mismo tono opaco de ocre. Cuando el chico y la chica se abrazaron, la pérdida de sensación de profundidad los fundió en un extraño hermafrodita platónico y mal vestido. Detrás de ellos, el lago parecía papel quemado. Toda la película ejercía la horrible fascinación de lo ingenuo cuando se degrada, como un belén gore.
En ese momento pasó una mosca y me distrajo, y cuando volví a mirar la chica estaba moviendo los labios y emitiendo lo que parecía un refrito de mala banda sonora orquestada para kazoo y sierra musical. Luego cerró los labios, puso cara de espanto, y, hablando seguramente por la nariz, gangueó en un horroroso acento pseudobritánico, «No podré soportarlo».
Yo decidí que tampoco, y apagué la tele.