Mañana es 4 de Julio. Alabado sea. Y ahora caigo en que nunca os conté mi primer 4 de Julio aquí. Pues os lo cuento porque fue muy bueno. Veréis.
Por estos pagos de Oregon la lluvia es cosa constante y persistente, pero existe la pequeña superstición de considerar el 4 de Julio como fecha límite para las aguas que caen del cielo. El primer año que estuve aquí, la predicción se cumplió con exactitud no-Nostradámica: amaneció el día nublado, lluvioso, desapacible, feo, pero fue la última vez que vimos lluvia en dos meses y medio.
Sea como sea, era 4 de Julio y fiesta, nos fuimos por ahí de garbeo a uno de los muchos lugares pintorescos que trufan este bendito estado, y lo pasamos bien, no nos mojamos más que un poco, y nos comimos un auténtico perrito caliente acompañado de nada, que siempre viene bien para recordarte lo bien hechos que están nuestros estómagos, que ante el impacto de semejante cóctel químico ni estallan ni nada. Y para qué voy a mentir: el caso es que hacía hambre, y si el perrito caliente hubiera sido literal en lugar de metafórico, nos lo hubiéramos comido también, con collar y todo.
Total. Que volvemos a las tranquilas calles de Corvallis y en eso que me llaman por teléfono, y voces bienintencionadas decididas a que no me pierda ningún evento que me integre más en la diversa y variopinta cultura estadounidense me dicen que si quería irme a ver los fuegos artificiales. Siendo servidora de Valencia, oler pólvora y comenzar salivación es la misma cosa (es un reflejo condicionado, como el del perro de Pavlov, y noto que esta entrada está adquiriendo un sabor canino algo sospechoso), así que dije que bueno y que dónde y a qué hora. A las nueve, dijeron, en el río.
Las nueve es una hora intempestiva, la hora de las brujas o casi, cuando salen todas las criaturas de la noche, que en esta ocasión consistían en alumnos lo bastante desgraciados o ineptos como para haberse quedado en Corvallis durante el verano. Llevaban tubitos llenos de luz química de alegres colores de neón en torno a la frente o el cuello, y así vistos en conjunto y un poco de lejos parecían un santoral hasta arriba de pastillas.
Ansiosos y expectantes, nos aposentamos (es un decir) sobre los cantos rodados de la orilla del río y fijamos nuestras miradas de águila (la mía menos, aguilucho lagunero y gracias) en la otra orilla, donde iba a tener lugar el espectáculo pirotécnico. Ya nos caldeaban los ánimos con bellas melodías emitidas desde unos altavoces tamaño Arc de Triomphe. Adivinen el tema musical. Justo, América. Good ole U.S. of A. Bruce Springsteen cantando «Born in the USA», no sé quién cantando «American Woman», etc. etc. No me quejo, ojo, que al fin y al cabo era el propósito del día, y si no quieres polvo no vayas a la era, y a río revuelto la cebada al rabo. Además tenía ritmillo la cosa.
A medida que se acercaba la hora de la verdad ígnea, un respetuoso silencio se hizo entre la multitud que, como nosotros, se estaba helando el gluteus maximus sobre las piedras. Y es que parece que no, pero a las nueve de la noche en Corvallis el relente se nota.
Y empezó la fiesta. Así: pfiiiiuuuuuuuuuuu, pom. Aplausos y «oohhhs» del público asistente. Pausa. Chíuuuuuuuuu, bum. Aplausos. Pausa. Pausa. Chíu-chíuuuuuuu, potopom. Alaridos de gozo. Pausa. Otra pausa. Traguito de cerveza. Pfíiuuuuuuuuu, schplif. Seguimos pausando.
Media hora de reloj así, señoras y señores. Sin exagerar. El gran final fueron seis carcasas tipo palmera, del mismo tipo que las que habían estado chisporroteando tristemente todo el rato anterior, pero juntas. Ovación en pie del público, comentarios de «qué bien ha estado este año, oye», y yo que me largo arrastrando los pies y pensando que más me hubiera valido quedarme en casita con un libro de Patrick O’Brian, que le da doscientos mil millones de vueltas en emoción a los fuegos artificiales del 4 de Julio en Corvallis.
Dicen que los de Portland están muchísimo mejor. Me van a perdonar, pero no pienso comprobarlo.
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