¡Toma ya palabro! ¿A que mola? Me lo acabo de inventar. Es una ideología encargada de paliar las frustraciones de la vida. Yo soy desfrustracionista convencida, más que nada porque últimamente todo es frustrante: el calor que no acaba de pasar, la lotería que no acaba de tocar, ¡y mi libro de Richard Dawkins que me está esperando en casa y yo estoy atrapada en Gran Canaria por trabajo!

*sollozos*

*pañuelo de papel*

*moooc*

Sniflsfs, ya va mejor, sí, gracias. La cosa es esa: que como sabía que me venía, pero no cuándo, les dije a los de Amazon que me enviaran el libro al pueblo, donde seguro que habría alguien para recogerlo. Y los de Amazon, muy majos ellos, me lo enviaron. ¿Que qué libro? Ah, perdón. The Greatest Show on Earth, de Richard Dawkins. Tengo muchos libros sobre evolución, pero quería este en concreto porque a) me encanta cómo razona Dawkins cuando escribe y b) no es un libro sobre lo que no es evolución ni sobre lo que es creacionismo, ni sobre por qué es buena la evolución. Es un libro sobre qué es la evolución. Todas las evidencias a favor que hay. Por qué sabemos lo que sabemos. Y los libros que explican por qué sabemos lo que sabemos me encantan. Tenéis un par de fragmentos, en inglés, en la web de Richard Dawkins. En uno de ellos explica por qué ha creído necesario escribir este libro, que es un poco como escribir un libro listando todas las pruebas a favor del heliocentrismo. Lo triste del asunto es que hace falta que este libro fuera publicado.

Total. Que yo aquí y Dawkins allí, cual barcos que no se cruzan en la noche. Esto frustra, o sea, provoca frustración.

Esta tarde, con mi frustración a cuestas, he comido en un pequeño local que asegura ser un rincón cubano. Yo no me quiero complicar la vida, y veo en la pizarra «arroz caldoso».

-¿De qué es el arroz caldoso? -pregunto sin muchas esperanzas. Hace un día nublado, algo húmedo y tibio, como un pañuelo usado. Espero oir algo del estilo de «es un arroz thai con reducción al ajo de nieve carbónica y molares de hipopótamo, sobre un estofado de raíces de soja verde y guindillas», y me preparo para ello y para salir corriendo.

-De pescado -dice la camarera, añadiendo tras una pausa-: Con calamares, y eso.

-Vale -digo yo, y pido un plato.

Escasos tres minutos después estoy enfrascada en mi libro (no, The Greatest Show on Earth no, otro) cuando oigo una voz que dice, con suave acento cubano:

-Por favor, señora, si me permite -otro camarero me pone delante un panecillo y un tarrito de una salsa parecida al ajoaceite. Y estoy yo ungiendo pan con mucha dedicación (es una salsita muy rica) cuando aparece otro camarero más.

Este camarero en concreto es alto y rubicundo, con chispeantes ojillos de Falstaff, la nariz surcada de venillas rotas, y un estupendo bigotazo gris con perilla de mosquetero.

-Aquí le traigo este rico arroz esperando que lo disfrute con mucha salud, muchas gracias -dice sin respirar, poniéndome delante el plato. Se lo agradezco a mi vez.

-A usted, señora. Espero que le guste -dice alegremente, y se va.

Hay quien te llama «señora» como quien rebana pescuezos, y hay quien al llamarte «señora» te da ganas de llevar guantes y sombrilla blanca y de ir en coche de caballos. Este camarero pertenece al último grupo. Y el arroz está estupendo, sensacional, con trozos de pescado navegando por una fantástica marisma azafranada de sabroso arroz en la que asoman, cual monstruos de mapa medieval, rizados tentáculos de calamar. El caldo tiene un leve sabor tropical, exótico, una calidez de especias la mar de agradable. Estoy devorándolo con muchas ganas cuando el camarero-mosquetero se materializa de nuevo a mi lado.

-¿Cómo está?

-Mñambuloso -digo, articulando con dificultad a través de un jugoso trozo de calamar. Él me lo agradece efusivamente y yo sigo con lo mío, ocupada en no dejar escapar ni un grano.

Por último aparece otro quidam, este con delantal negro, que pregunta al mosquetero «¿Pero le gustó?». Adivino que es el cocinero, de modo que le aseguro que el arroz está riquísimo, sensacional. Se pone muy contento, como si nadie le hubiera dicho nunca nada parecido, y mira con benevolencia cómo dejo el plato limpio como una patena.

Al irme, el mosquetero me ofrece un chupito, que rechazo porque hay que conducir. «Se lo debo entonces», dice, y nos vamos tan amigos.

De modo que hoy he aplicado la doctrina del desfrustracionismo, y aunque -aún- no tengo The Greatest Show on Earth entre mis ávidas garras, no lo llevo demasiado mal.