La moda del jabón de Marsella ha sido desplazada (que no anulada) por la del aloe. Aloe, Aloe vera, áloe, en todas sus variedades, se ha convertido en la nueva panacea. Por vía externa y hasta interna, el aloe ha encontrado su nicho en detergentes, jabones, cremas, geles, lociones, champús, lavavajillas (hay que hidratar bien los platos; si no, se arrugan), suavizantes, yogures, zumos, macetas, maquillajes varios. La plantita se ha hecho tan, pero tan popular, que ahora mismo todas las etiquetas de cosas que se venden como buenas para la salud incorporan estilizados diseños de la hoja puntiaguda y carnosa del aloe, y ha dado tanto predicamento a la botánica que se pueden ver cosas tan risibles como no sé qué potingue que anuncia contener únicamente «glicerina de origen vegetal», que es un poco como decir que contiene sólo agua de origen vegetal.
El aloe es majete, sin más; en uso externo, se usa en el tratamiento de irritaciones, y quemaduras y heridas leves. En uso interno, el jugo de aloe es laxante; algún que otro estudio parece indicar que, como parte de un tratamiento con otros potingues, el aloe ayuda a disminuir factores de riesgo en pacientes con lesiones cardíacas. Y ahí se termina la panacea del asunto. El resto son las exageraciones típicas de la moda salutífera del momento.
¿Y esto a qué viene? A que he ido a comprar hoy, y por poco no he podido encontrar mi suavizante al jabón de Marsella, tan llena de aloe estaba la góndola de cosas de limpiar. Y servidora, cuando se aborrega a modas, se aborrega fielmente; en este caso, al jabón de Marsella, que huele mejor.