Como mosquitas van revoloteando: una idea por aquí, una por allá, un pensamiento fugitivo zumbándome por un par de neuronas y la Moleskine demasiado lejos como para vencer la pereza dominical de la tarde, aplastada por la luz color tabaco de una tarde tormentosa. Es una de esas tormentas de verano que se promocionan mucho pero luego quedan en nada, como las promesas de los crecepelos.
El barrio, a la media luz, está también a medio gas, mitad soñoliento mitad apocalíptico en su inusitado despeje de asfalto, en la soledad de sus aceras, en las campanadas de la iglesia de al lado que retumban de fachada a fachada, un poco avergonzadas y como queriendo no pegar muy fuerte con el badajo. Esta entrada ha cambiado de rumbo siete veces, o más bien, ha perdido el rumbo seis veces para no encontrarlo a la séptima, en una especie de anticuento de hadas. Sería tarde de té calentito y sillón, si hiciera frío para un té calentito y yo tuviera un sillón.
Ayuda también a esta fractura del verano, a este paréntesis dislocado de nubes y rumor de lluvia, que me estoy leyendo The Thirteenth Tale y cada nube parece filtrar la atmósfera atemporal y bibliófila del libro. Bibliófila no; historiófila, cuentófila, alguna palabreja de esas. Trata de uno de mis temas favoritos: el poder de las historias, su génesis, la relación entre audiencia, narrador e historia. Buen libro; lo tenéis por ahí como «El cuento número trece», y no es en absoluto como esperáis que sea. O sí, pero tendré que acabármelo para decíroslo (yo intento, como véis, contaros algo de provecho; pero la tarde lleva su propia inercia).
¿Sabéis qué me apetece ahora? Un melocotón.