BichitoEl pulpo gigante al que hace referencia el Paleofreak es, era, un monstruo de doce metros, un auténtico Leviatán de película de terror, de novela de aventuras, de sueño del Bosco. Sólo hemos visto de él ese montón gris, informe y glutinoso, pudriéndose en la playa ante la curiosidad general y la fascinación de esa comunidad científica que tanto se desconcierta, pero que cuando ve un bicho así se lanza como si fuera un caramelo y olfatea con deleite el bouquet de los tejidos en descomposición, usando cada pequeña pista organoléptica para identificar lo que es, a todas luces, un montón de carroña de trece toneladas y doce metros. Ahora.
Pero antes, cuando vivía, este ejemplar de Octopus giganteus era una casa de cuatro pisos nadando en el área más inexplorada del planeta. Nadando a propulsión, como sus colegas más pequeños, y quizá cambiando de color como ellos. Intentar imaginarse a este bicho, vivo y activo, peleando contra cachalotes, es meterse en un enorme berenjenal lovecraftiano del que se sale con mucho esfuerzo, y no sin un resto de aprensión al mirar las engañosas olitas de esa mar en la que nos chapuzamos en verano.
Hic sunt dragones, hijos míos. O, en este caso, Hic sunt octopi. Ahí abajo hay sitio para más cosas de las que quizá estemos imaginando todos ahora mismo, y lo poco que sabemos es apenas lo que viene a morir a nuestras playas, un triste y maloliente harapo, un eco blanducho de la magnificencia que debía ser el animal, activo y hambriento. El océano es grande, y no lo conocemos. Y si este montón de carne de monstruo es un ejemplo de lo que se puede encontrar ahí abajo, yo quiero verlo. Vivo.