-¿Terminó?
-Sí, gracias.

El camarero retira el plato con los restos del sandwich y los cadáveres de patatas fritas frías, ensangrentadas de ketchup, y me pone delante un cortado. En vasito.

No me gusta que me sirvan el café en vaso. No sé de dónde viene la costumbre de poner el cortado en vaso de vidrio en vez de en una buena taza. Suspiro y remuevo el líquido con la cucharilla, fascinada por cómo la espuma gira lentamente, fuera de fase respecto al café de debajo.

-Y la cuenta, cuando pueda, por favor -digo al camarero, que replica con un «ahora mismo» y desaparece en la penumbra de nogal del restaurante. Estoy en una terraza cubierta, mirando un día gris metálico en el que las fachadas de las casas, pintadas de colores deliberadamente tropicales, parecen un poco lechosas, como si tuvieran una ligera capa de sal. Al fondo, por un hueco entre dos hoteles, el mar es una losa de aluminio bruñido bajo el cielo marmolado de nubes, alborotado como un bosque en un vendaval.

La cuenta llega en un platito, bajo un montón de caramelos con el logo de la franquicia donde he comido. El camarero deja el platito sobre la mesa, hace ademán de retirarse, y se detiene en seco.

-¡Huy! Un momento, que tengo un regalito para ti -dice, y se va a la carrera. Yo levanto una ceja y el vasito de café a la vez, y luego bajo ambas cosas. La ceja, porque me canso. Y el vasito, porque quema. ¿Tanto les costaría ponerlo en taza?

El regalo viene en una caja de cartón y consiste en una taza de Coca-Cola blanca, decorada con motivos navideños. Agradezco el detalle, y admiro adecuadamente el paisaje nevado con renos silueteados al fondo y árboles rojos y verdes tras un Papá Noel sonriente y rubicundo. Lleva a la espalda una mochila con juguetes, en una mano sostiene una botella de Coca-Cola de las de antes, y su gorro ladeado y tocado de acebo le da un aire equívoco, algo borrachín. Chispas rojas, verdes, azules y amarillas vuelan a su alrededor. La imagen, en el calor pegajoso y gris del mediodía tinerfeño, es tan incongruente que de inmediato el regalo me cae bien.

Después de comer, con la taza en el bolso y pensando en mitologías varias (de las que nació Papá Noel, antes de dedicarse al marketing), me voy a dar un paseo. Sólo por andar, porque esta zona de Tenerife es una sucesión monótona de hoteles, tiendas de tonterías, hoteles, tiendas de electrónica, hoteles, tiendas de perfumes, hoteles, joyerías, tiendas de tiendas… Vaya, ya os hacéis una idea. Y mientras, yo voy pensando en Last Call, que tengo ahora mismo activado en la Papyre y que me está enganchando tanto como la primera vez que lo leí. No puedo evitar pensar en lo diferentes que son los dos mundos que llevo ahora mismo en la cabeza: el turístico, banal y forzadamente optimista de la Playa de las Américas, y la extraña, evocadora y compleja Las Vegas que crea Tim Powers, con sus gangsters legendarios convertidos en arquetipos del tarot, y su póker espiritual y peligroso.

De golpe, al cruzarme con un curioso individuo tan flaco y moreno como un asceta hindú, ambos mundos solapan y, tras un instante de doble visión vertiginosa, se funden. Y me encuentro pensando que esta tierra llena de adoradores del sol, de devotos de Venus y de Baco, de prostitutas rituales en el altar de la Visa, es a su manera tan oscura y tan profunda como la otra. Y cuando la luz casi sólida del sol cubre todas las villas, hoteles y bungalows hasta ahogarlos en una manta cegadora, sólo consigue dar más relieve a las sombras que hay debajo.