Hace un frío que pela. Está pelando desde Halloween, pero la verdad es que a estas alturas ya deberíamos estar todos en los huesos. Frente polar. Los pingüinos tomando puntos estratégicos de la ciudad, y jugando al mus en los semáforos. Yo asomando la puntita de la nariz entre capas y capas de jerseys, abrigos, bufandas y gorros, y los nativos, en chancletas y mangas de camisa. Aumento desmesurado del uso del hervidor de agua en el lab para preparar reconfortantes tés, a los que nos abrazamos con fruición y grave riesgo de quemadura.
En este contexto, volvía yo del Memorial Union, bien envueltita y acunando un café, cuyo vapor servía para protegerme la nariz del frío cortante. Quiere esto decir que iba yo un poco hundida en mí misma, mirando hacia abajo y confiando en mi oído para esquivar cualquier obstáculo o enemigo vil que me pudiera atacar en los bien cuidados senderos de cemento del Quad, helado, gris y vacío.
El balido me pilló totalmente por sorpresa.
«¡Maaaah!» sonó otra vez la voz, rompiéndose al final en un quiebro al falsete muy poco ovejil. Enjugándome el café que me había salpicado las manos, busqué la oveja.
Era rubia, gordita, y vestida con el atuendo corvallense típico para el frío polar: camiseta, pantalón de algodón, y chancletas de tira. Llevaba las uñas de los pies pintadas de azul pavo real. Estaba sentada en uno de los escasos bancos de madera que rodean el Quad, indiferente al frío y al mundo, con las orejas eficazmente cubiertas por unos auriculares de última generación. Un cable desaparecía en su mochila, conectado a cualquier tipo de reproductor musical que se puedan imaginar. Fuera cual fuera, llevaba el volumen al máximo. Lo sé porque hasta mí llegaba el rumor chasqueante y levemente insectoide de la música que, al parecer, le resultaba tan conmovedora que tuvo que unir su garganta a la del artista, ocasionando con ello los balidos que me costaron el susto y los quince centavos de café que ahora se secaban sobre mi mano.
«¡Maaa-aa-ah-ahhhh!», insistía ahora, en trance, moviendo la cabeza al compás, sin percatarse de mi presencia. Había una nota en algún lado de sus esfuerzos, pero se le escapaba traviesamente. Debía ser una canción realmente arrebatadora, si motivaba a la audiencia a enfrentarse a una tarde de cuchillos para poder cantar a coro. Bueno, al menos hacer algo a coro.
A estas alturas, yo me estaba helando viva. Pero no podía resistirme al espectáculo. La cantant… la chica seguía en su mundo interior, con los ojos cerrados, tocando reverentemente los auriculares para mejorar la futura perforación de tímpano.
«¡Yúuuu-uuuu-uuuhhhh!», decía ahora la letra. Todas las letras estadounidenses dicen «yú», es un poco la marca de fábrica. La chica estaba extrayendo todas las posibilidades expresivas a la sílaba, aunque nuevamente, por desgracia, la nota se le mostraba esquiva. Rondaba cerca, pero no acababa de aparecer en escena. En cierto modo era un fascinante ejercicio en exploración de nuevas inarmonías.
Ciertos sutiles indicios me decían que la canción estaba cerca de su final, y no quería que el objeto de mi atención fuera consciente de ella. Hubiera sido un poco violento. Así que suspiré, bebí un trago de café ya apenas tibio (treinta segundos en el exterior bastan, hoy, para pasar de ebullición a congelación), y seguí camino.
«¡Ooo-oo-oohhhhh!», se oyó detrás de mí, en un aterrador glissando descendente para el que los pulmones de la intérprete no estaban preparados. El intento de nota murió en una serie de crujidos asmáticos y un jadeo, y yo, colmado mi aguante, aceleré el paso de vuelta al laboratorio.