Anoche estaba yo haciendo mis cositas y viendo una peli con sólo un ojo (el izquierdo), cuando la luz tartamudeó un poco y luego pum, se fue.
El que la luz tartamudee un poco y luego pum, se vaya, es cosa poco habitual en Corvallis. Nadie lo diría, eso sí: la guía de teléfono te viene con una sección de páginas rojas con detalladas instrucciones de emergencia (incluyendo consejos del tipo «para su depósito de emergencia, elija comida que guste a toda la familia, ¡no es momento de hacer experimentos!»). Todo quisque con quien trabas conversación durante más de quince minutos te acaba contando el espantoso apagón del 93, cuando Uncle Martin estaba de visita, y se pasaron día y medio sin luz escuchando sus historias de cuando estuvo en la Guerra del Golfo. Cualquiera diría que aquí la energía eléctrica es tan inestable y frágil como una pompa de jabón, cuando todos sabemos que donde pasa eso es en California.
Pero lo de anoche fue un apagón en toda regla, de los de no volver la luz. Tras pasar cinco minutos inquieta, tamborileando impaciente con los dedos sobre el portátil, a ver si volvía Internet, al final acepté que esto iba a durar más de cinco minutos y me levanté a por velas y cerillas. Luego cambié de sitio las velas (tras encenderlas). Luego apagué las luces que estaban encendidas. Luego apagué una de las velas, que juzgué superflua, y volví a cambiar de sitio las otras dos. Luego recordé que tenía una linterna y fui a por ella. Luego volví al sofá y me quedé un rato mirando la llama de la vela. Luego me entró pis (ya me lo decía mi abuela).
Este atarambanamiento no debe sorprender mucho. Los que vivimos solos pasamos gran parte de nuestro tiempo en casa haciendo cosas que dependen de la red eléctrica. En mi caso, leyendo o escribiendo, para lo cual necesito luz, o navegando, para lo cual también necesito luz, y el modem, y demás cositas. O escuchando música (hace falta algo que la toque). Cuando todo esto se nos quita de golpe, sin voluntad por nuestra parte, sin que hayamos planeado una velada amish o algo así, nos quedamos un poco confusos, como polillas deslumbradas pero al revés, y tardamos en reaccionar.
La reacción a un apagón es universal: buscamos gente. Salimos de casa, tímidos al principio, y buscamos seres humanos cuya presencia nos asegure que no estamos solos y que la oscuridad que se nos ha tragado se ha tragado también al vecino. O, como en este caso, a la manzana entera. Se suceden kafkianos diálogos de este tenor.
– ¿Tenéis luz? -preguntas a los vecinos, cuya puerta abierta te deja ver un apartamento más en sombras que el tuyo, porque ellos no tienen tantas velas (ni tan bien dispuestas) como las tuyas.
– No, ¿y tú?
– No. Parece que se ha ido la luz en toda la manzana.
– Ah.
– Sí.
A falta de algo mejor que hacer, mis vecinos (una pareja joven y hermosa, Dawn y Ricky) y yo salimos al cuadradito de césped que hay delante de nuestros apartamentos. En España la conversación ya sería animada, general, ininterrumpida y cachonda. Aquí nos quedamos en silencio. Dawn, que estaba comiendo un bol de cereales con leche, dijo de golpe, aparentemente al bol:
– Cariño, ¿y si usamos los fuegos artificiales?
– Sí -dijo él, lacónico, desapareciendo en su apartamento. Dawn dejó de masticar y se volvió hacia mí.
– Es que al final el 4 de Julio no tiramos fuegos artificiales -explicó, y yo hice ruiditos de sorpresa bien simulada. Ricky volvió con una bolsa que, en la penumbra índigo de estas noches tan cortas, parecía relucir. Poco después se nos acercó Ben, otro vecino. Compartimos unas cerillas para mirar la hora y leer los paquetes de los fuegos artificiales. Una gatita gris muy guapa que ronda esta zona vino a hacerme compañía. Me senté en el césped con ella y me puse a acariciarle la tripa, mirando a mis tres vecinos, que formaban un precioso cuadro de Caravaggio mientras leían las instrucciones de seguridad con las caras iluminadas por otra cerilla. Parecían una versión políticamente correcta de las brujas de Macbeth. La gatita ronroneaba como una locomotora y me daba cabezazos en una rodilla. La noche era fresca; el aire parecía soplar desde la superficie de algún lago muy profundo.
El primer petardo, una fuente de chispas doradas, espantó a la gatita y convirtió la penumbra uniforme en un violentísimo claroscuro blanco y negro. Los tres estadounidenses lo miraban chisporrotear en silencio. Yo, desde más atrás, sonreía para mí (pchíiuuuuuu, pum).
Pronto se estableció una rutina. Ricky encendía los fuegos artificiales, todos muy bonitos y suaves: fuentes de chispas doradas, blancas o verdes, envueltas en una nube de humo nacarado. Ben y Dawn, sentados en la acera, charlaban en voz baja. O más bien ella charlaba y él respondía con monosílabos. Yo me tumbé en el césped y me quedé mirando el cielo todavía levemente azul, que se volvía verde, blanco o amarillo según el color de la pirotecnia que tocara. En una pausa Ricky se sentó en el césped, y hablamos un ratito de Brasil; fue una de esas conversaciones que giran siempre en torno a un mismo punto y que él cortó con un abrupto «tengo que ocuparme de los fuegos». Algunos vecinos más salían y entraban de las casas para compartir noticias: el apagón se debió a un árbol que se cargó el tendido eléctrico, no se espera que esté arreglado antes de medianoche, parece que ha afectado a dos o tres manzanas hasta Circle Boulevard. Un chaval muy joven vino a pedirnos cerillas. En una casa lejana, una niña soltó una única carcajada, larga y burbujeante, que terminó tan abruptamente como había empezado y no se oyó más. Algún coche pasaba por la calle y nos fastidiaba la retina con tanto faro. El césped estaba blandito y elástico, y había una cierta camaradería tácita que se encuentra muy raras veces en este país y que resulta, por tanto, infinitamente más agradable cuando tropiezas con ella.
Poco después salió la luna, una luna blanca y muy brillante que casi proyectaba sombras, y el aire se volvió gélido. De común acuerdo (eran las diez y cuarto, tuto, miedo, qué horas) nos retiramos todos. Yo apagué las velas, di unas vueltas sin sentido por el apartamento, encendí luces que no se encendían, y finalmente cogí el portátil y me lo llevé a la cama, donde empecé a bosquejar esta entrada en una habitación rayada de luz de luna en la que sonaba, bajita, una sinfonía de Beethoven que puse en el CD-ROM.
Cuentanos más cosas, Daurmith, por favor…
🙂 (ya sabes, jijiji)
Daur, Tienes la gran habilidad de hacer interesante y entretenido un apagón de los de pantalón largo.
Ojalá te sigan «sucediendo» cosas. Las cuentas estupendamente.
Gracias por el regalo
Acabo de leer aquí que «Las cosas les suceden a los que saben contarlas».
Pero que bién escribe la condenada…
Está claro porqué a Daur le suceden estas cosas.
«Apagón de los de pantalón largo»… Me encanta, Jaio, me encanta 🙂
Y gracias a los dos por leer y comentar, si es que esto es mejor que un… apagón, ejem.
Es que lo increíble de la chica esta es que no cuenta nada extraño, nos mantiene a todos con un relato de un apagón o de una chica que vino a pedirle una mandarina o de una araña que aperece muerta en una tela…
Algún día me gustaría escribir como tu, y eso es en serio (aunque es algo tan difícil como desear crecer veinte centímetros).
/modo peloteo OFF 🙂 (jijiji)
Juas, parecían las primeras 2 páginas de alguna novela «costumbrista» de P. K. Dick, tipo [/Radio Libre Albemuth/]… luego, la cosa se lía, ¿no?
Propongo que le ofrezcamos continuaciones a la Daurmith. («La» como «la Pavlova», «la Caballé», etc.)
Igual así sigue y acabamos teniendo un novelón.
¿O no es así como funciona la cosa?
Un día nos tienes que contar cómo te sientes cuando escribes, a ver si podemos aprender algo. La sensación es que te detienes sobre lo que ves. Parece fácil, pero es como ver algo de Félix Rodríguez de la Fuente a cámara lenta. Como dicen de los que pintan o dibujan, es «aprender a percibir», más que aprender a dibujar, o a escribir, o a lo que sea.
¿Pasará lo mismo con la música? ¿Tiene truco lo de la cámara lenta?
En cualquier caso, sí: gracias, Daurmith.