Santiago MatamorosEl otro día fui al taller a llevar el coche a arreglar (sí, hijos, sí; no ha sido sólo el ordenador; han sido unos días que mejor no os cuento, porque de momento este no es un depreblog… Pero buf, si yo os contara…) Ejem… Ya me he perdido.
Ah, sí, en el taller. Estaba yo esperando a que llegara la furgonetita con la que los mericanos te llevan si dejas el coche con ellos, porque claro, lo mínimo que pueden hacer es llevarte de vuelta a casa o al trabajo, que aquí si no llevas coche no puedes hacer nada, todo está lejos de todo. Como también existe la posibilidad de esperar allí mientras te arreglan el coche, hay dispuestas unas sillitas y una cafetera, y algunos clientes estaban por allí sentados bebiendo café en unas tazas de plástico, cónicas. Eran clientes de la variedad proletaria, que el Corvallis se caracteriza por una buena tripa, una barba hirsuta de pionero, y unos pies grandes como barcas metidos en botas de goma. Uno de ellos llevaba unas gafas de sol tipo Matrix y, sobre ellas, unas gafas con las lentes tan gruesas que probablemente se podían usar para microscopio electrónico. El otro, ligeramente más joven (aparentaba sesenta años mal llevados en lugar de setenta ruinosos) tenía cara ancha de bulldog y ojillos desviados de la horizontal. Fue este el que mostró curiosidad por mi camiseta, que era verde y con un emblema de una convención que tuvo lugar el verano pasado en el monasterio de Uclés, en Cuenca. Me preguntó qué decía la camiseta (que estaba, lógicamente, en español). Se lo dije.
– Ah, ¿y eso dónde está? -preguntó muy interesado. Le di una idea básica de la situación de Cuenca, y su compañero el de los dos pares de gafas se unió a la conversación.
– ¿Y dónde está Andalucía? -preguntó a su vez. Le dije que en el sur.
– ¿Es allí donde va la gente? -preguntó el primero, y cuando le pedí que se explicara mejor, aclaró: -En peregrinación.
Le dije que probablemente se refería a Santiago de Compostela y los dos asintieron, muy serios.
– ¿Y por qué va allí la gente? ¿Hubo un milagro, o algo así? -siguió preguntando el de cara de bulldog, claramente decidido a ampliar sus conocimientos de otras culturas.
Le expliqué que toda España está tan trufada de milagros que lo raro sería encontrar un sitio donde nunca hubiera habido ninguno (y aun en ese caso la gente iría allí en peregrinación, sólo por fastidiar), pero que en concreto lo de Santiago pues venía de antiguo y fue como una especie de hit milagrero, y les expliqué muy someramente lo de Santiago Matamoros. Casualmente, la camiseta llevaba en el emblema un caballo blanco, y a guisa de ilustración les hice notar que Santiago bajó a darse de bofetás en un caballo blanco, como ese. El de cara de bulldog sonrió y negó lentamente con la cabeza.
– No era blanco -dijo en voz baja y llena de certeza-. Era bayo.
Le pregunté cómo estaba tan seguro.
– Porque fui yo -dijo, sonriendo aún- el que bajó montado a caballo a luchar contra los moros.
Su compañero se rió y yo me quedé mirándole un instante: no muy alto, chaparro, de brazos largos, tripón y con esos rasgos casi primigenios medio ocultos por una barba de tres días, del color y la textura del alambre. La verdad es que, para la época y el lugar, daba más el pego que cualquier santo todo pulcro y engalanado.
Me reí con ellos dos y nos despedimos muy amigos. Pero sigo preguntándome si Santiago Matamoros a lo mejor se hartó, decidió cambiar de aires, se vino a América, y acabó en Corvallis llevando un negociete de pequeñas reparaciones y bebiendo mal café en los concesionarios. No sería el primero que lo hace.