Se conoce a John Hunter como el padre de la cirugía científica. No sin razón; sus contribuciones fueron muy importantes. Entre otras cosas, a él debemos que las bicúspides se llamen bicúspides, y demás nomenclatura dental. Ya se sabe que nombrar las cosas es un acto de gran poder.
La pasión de John Hunter era la anatomía. Estamos en el siglo XVIII y no es fácil procurarse cadáveres. De hecho, es una ocupación difícil y no extenta de riesgo, y los familiares de los decesos no se lo tomaban lo que se dice bien. Los procuradores de cadáveres no eran muy bien vistos, pero Hunter era un cliente ávido y muy dispuesto. De hecho, su avidez por los cadáveres era algo más que amor al trabajo y llegaba a incomodar a sus colegas. En realidad, llegaba incluso a amenazar con matar a alguno de ellos para poder hacerse con un buen ejemplar, fresco del día.
A la vez, en Londres vivía un joven de veintipocos años llamado O’Brien. Se ganaba la vida exhibiéndose a los curiosos, porque este jovencito sobrepasaba con comodidad los dos metros y medio de estatura: un auténtico gigante. Y el sueño de un anatomista.
O’Brien adquirió un asiduo visitante en la persona de Hunter, que le miraba con ojillos ávidos, calculadores. Me imagino al joven gigante, amable y sociable, amigo de las juergas y de la gente, siendo perseguido a todas partes por el cirujano, que le estudiaba de lejos con la mirada de un gato a la vista del canario. O’Brien sabía por qué Hunter estaba tan interesado en él. El propio Hunter se lo dijo, fríamente: «Te quedan uno o dos años. Cuando mueras, légame tu cadáver». Y desde entonces estuvo atento a las idas y venidas de O’Brian, que en los dos años que le quedaban de vida ya no pudo librarse de la sombra de ojos penetrantes que esperaba su turno con gélida paciencia, insensible al terror que inspiraba en el hasta entonces despreocupado gigante.
El esqueleto de O’Brien se exhibe hoy día en el Hunterian Museum.
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