Las nubes lo espolvorean todo de una luz blanquecina, y el aire parece salir filtrado a través de una servilleta caliente. No llueve, pero la lluvia nunca está lejos: está suspendida en la brisa, embebida en los troncos de los árboles, rezuma (piazo palabra) por los intersticios de las aceras y se agolpa en los cálices de las flores.

Hoy no hay mundo.

Hoy no hay huelga, no hay inflación, no hay paro, no hay programas de debate en la tele, no hay hipotecas, no hay Mundial, no hay Rosa, no hay Bush, no hay sillas de diseño, no hay facturas, no hay tazas de capuccino con chocolate en polvo por encima, no hay recopilaciones de música country, no hay sistema solar ni nebulosa de Orión, no hay genes ni memes, no hay creacionistas, no hay números Fibonacci, no hay nada.

Sólo estamos el charco y yo.

El charco es grande, profundo, de contornos irregulares que recuerdan a una enorme sonrisa contrahecha, como de trasgo. La boca del trasgo está llena de agua parda y charolada, con rimeritos de burbujas en una comisura y una nube de copos de residuo negro que tanto puede ser tierra como hollín. Una rebaba de limo marrón claro rodea los contornos y se espesa en uno de los extremos. Es imposible saber hasta dónde me hundiré si meto el zapato en el centro exacto de la sonrisa maligna de trasgo, pero no puedo rodearlo: de un lado está la carretera y del otro una pared.

Podría cruzar la carretera y seguir por la otra acera, pero esa sonrisa feérica me provoca y me engalla. Tengo ganas de romper los dientes que no veo bajo la superficie brillante y moteada del agua sucia. Quizá el trasgo cierre la boca y se me lleve el pie, pero no soporto que criaturas de leyenda se me carcajeen impunemente en mitad de una calle de Corvallis. Hasta ahí podríamos llegar.

Debo llevar lo menos quince segundos con el pie en alto, dispuesto a asestar un buen pisotón hasta hundir la úvula en la garganta del trasgo. Supongo que si aguien me está mirando deben estar llamando al 911. Pero estas decisiones no se deben tomar a la ligera. ¿Piso o no piso? La sonrisa del trasgo se ensacha y se hace más malévola: me está provocando. Con su boca marrón y sonriente en la que nadan patas de insectos ahogados, me está provocando.

Se va a quedar con las ganas. He encontrado un trozo de bovedilla de cemento un poco más atrás, y lo estampo en mitad de la boca sonriente, salpicando de aquí a Cafarnaúm. O el charco no era tan profundo, o el cemento flota. Pero ahora sólo tengo que saltar grácilmente sobre ella y dejo atrás el charco. Vuelvo la cabeza para saborear mi victoria. La sonrisa se ha convertido en una mueca de disgusto, un rictus de amargura como el de las caretas de las tragedias griegas. El trozo de cemento sobresale del agua marrón como un único diente gris salpicado de lodo.

El mundo vuelve.